viernes, 29 de marzo de 2013

Dios sólo sabe contar hasta uno


          Estos días de Pascua han estado marcados por el relato evangélico en el que Jesús nos muestra a Dios como un pastor que sale a buscar a la oveja perdida. ¡Una oveja perdida! ¿Es que acaso me puede decir algo a mí esta imagen sacada de un contexto agrícola-ganadero? Como mucho, ¿no veré este relato como algo bucólico e idealizado, típico de la literatura pastoril? Y, sin embargo, esta "oveja perdida" ha entrado con mucha fuerza en mi vida estos días. Se lo debo a unas reflexiones que ha compartido con nosotros Mikel, un franciscano que acompaña a nuestra comunidad  a través de la meditación de la Palabra de Dios.
         
          La clave ha sido entender que la oveja perdida representa todas aquellas zonas que hay dentro de mí y que están “perdidas”, porque vagan sin rumbo, sin dirección, enredadas en el remolino de mi propio yo. Son las partes de mí que están dominadas por sus obsesiones y sus miedos; las áreas que están oscuras por la sombra y que me asusta mirar; las zonas marcadas por mis complejos e inseguridades; los espacios ocupados por la soledad y el vacío; los territorios donde campa mi incapacidad de amar; lugares, en definitiva, donde, ya sea por las heridas de la vida, ya por mis propios pecados, lo que hay es desamor y, en consecuencia, infelicidad (sigue...)

          No pretendo hacer un catálogo de mis faltas, dando rienda a un malsano sentimiento de culpabilidad. Pero quiero ser realista, y asumir con honradez que hay cosas dentro de mí que no están bien, que me impiden crecer como persona y, sobre todo, hacer felices a otros. Es así, y no puedo negarlo.
          Pero, afortunadamente, lo importante no es cómo soy, sino cómo Dios me ama. A él no le importa cómo sea yo, porque, sea como sea, él me desea y me busca sin descanso. Incluso diría más: precisamente porque yo soy como soy, él me busca con más ahínco y empreño si cabe. Y me busca a mí. En concreto a mí. Y a tí, y al otro, y al de más allá, y a tod@s, pero siempre a cada un@ personalmente. De un@ en un@. Dice mi amigo Mikel: “Dios sólo sabe contar hasta uno”. ¿No os parece genial? ¡Hasta uno! No soy uno más para él, ¡lo soy todo! y todo lo que dice y hace es por mí, por José Luis Quirós.

         
           ¿Y por qué por mí? ¡Qué misterio! Recuerdo que en la película de Gladiator hay un momento en que el emperador Marco Aurelio, ejerciendo de padre, le dice a su hijo que no va a heredarle en el gobierno, y éste le dice llorando: “¡Padre, ¿qué hay en mí que tanto odias?!”. 
          Yo no puedo evitar gritar a Dios, con asombro: ¡Padre, ¿qué hay en mí que tanto amas?! No sé qué es lo que hay en mí, pero tampoco hace falta que haya algo. Lo increíble de este amor es que, como decía otro amigo mío, Dios no me ama porque yo sea bueno sino porque él es bueno. ¡Eso es amor! Amor del bueno, amor de 24 kilates, oro puro, porque es un amor sin condiciones y siempre fiel. Por eso el pastor busca a la oveja “hasta que la encuentra”. No se detiene ante nada, está dispuesto a pasar mil penalidades, afronta todos los sufrimientos necesarios, supera todas las pruebas habidas y por haber, y, sin rendirse jamás, alcanza su objetivo: abrazar, levantar, sanar. Es lo que Mikel llama “amor redentor”.

          ¡Cuánto me gustaría ser capaz de amar así a quienes me rodean! Mi mujer, mis hijas, mis amig@s, mis alumn@s, mis herman@s de comunidad...Amarles no por lo que ell@s son sino, sencillamente porque son. Parece un juego de palabras, pero he llegado a entender que Dios me ama simplemente porque existo. Muchas veces mi amor hacia los demás depende de cómo son, de su carácter, de sus capacidades, de cómo me caen, de cómo encajan con lo que a mí me gusta, incluso de lo que me pueden reportar a mí. ¡Qué amor tan pobre! En cambio, amar al otro porque sí, amarle porque es y está ahí, ¡eso son palabras mayores!
          Así mismo, ¡cuánto me gustaría amarme así a mí mismo! En muchas ocasiones me cuesta aceptarme tal como soy, y quisiera arrancar de mí aquello malo, feo y negativo. Desde luego, no es lo que Dios hace. Dios carga conmigo, como el pastor que carga a la oveja sobre sus hombros. Me toca cargar con lo que soy, no como un castigo, sino, simplemente, porque en eso consiste aprender a amar.

          Decía que la parábola de la oveja perdida ha iluminado estos días de Pascua, y es que el momento culminante en el que Dios sale a buscarnos y nos encuentra es en el momento en que llega a dar la vida con tal de conseguirlo. Eso es la pasión y muerte de Jesús: un amor que no huye, que no se retira, que se mantiene fiel aunque le vaya en ello la vida. Nos amó “hasta el extremo” dirá Juan en su evangelio. 
          Y cuando uno se siente amado así con un amor tan puro, tan limpio, tan incondicional, es invadido por el asombro absoluto, por la gratitud desbordante, por la felicidad extrema. Cuando uno es amado así, su vida cambia, mejor dicho, es transformada por la acción de ese amor que le es regalado desde fuera. ¡He sido rescatado, he sido levantado, he sido sanado!. O, en el lenguaje tradicional de la Pascua, he sido redimido. Aunque a mí me gusta más todavía esta otra expresión: ¡he sido resucitado! devuelto a la vida, a la vida auténtica, aquella cuya único sentido reside en amar y ser amado, sin importar todo lo demás. Eso es la resurrección.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tranquilo, en breve estudiamos tu caso...