Estos días de Pascua han
estado marcados por el relato evangélico en el que Jesús nos muestra a Dios como un pastor que sale a buscar a la oveja perdida. ¡Una
oveja perdida! ¿Es que acaso me puede decir algo a mí esta imagen
sacada de un contexto agrícola-ganadero? Como mucho, ¿no veré este
relato como algo bucólico e idealizado, típico de la literatura
pastoril? Y, sin embargo, esta "oveja perdida" ha entrado con mucha fuerza en mi vida
estos días. Se lo debo a unas reflexiones que ha compartido con
nosotros Mikel, un franciscano que acompaña a nuestra comunidad a través de la meditación de la Palabra de Dios.
La clave ha sido entender
que la oveja perdida representa todas aquellas zonas que hay dentro
de mí y que están “perdidas”, porque vagan sin rumbo, sin
dirección, enredadas en el remolino de mi propio yo. Son las partes
de mí que están dominadas por sus obsesiones y sus miedos; las
áreas que están oscuras por la sombra y que me asusta mirar; las
zonas marcadas por mis complejos e inseguridades; los espacios
ocupados por la soledad y el vacío; los territorios donde campa mi
incapacidad de amar; lugares, en definitiva, donde, ya sea por las
heridas de la vida, ya por mis propios pecados, lo que hay es desamor
y, en consecuencia, infelicidad (sigue...)
No pretendo hacer un
catálogo de mis faltas, dando rienda a un malsano sentimiento de
culpabilidad. Pero quiero ser realista, y asumir con honradez que
hay cosas dentro de mí que no están bien, que me impiden crecer
como persona y, sobre todo, hacer felices a otros. Es así, y no
puedo negarlo.
Pero, afortunadamente, lo
importante no es cómo soy, sino cómo Dios me ama. A él no le
importa cómo sea yo, porque, sea como sea, él me desea y me busca
sin descanso. Incluso diría más: precisamente porque yo soy como
soy, él me busca con más ahínco y empreño si cabe. Y me busca a
mí. En concreto a mí. Y a tí, y al otro, y al de más allá, y a
tod@s, pero siempre a cada un@ personalmente. De un@ en un@. Dice mi
amigo Mikel: “Dios sólo sabe contar hasta uno”. ¿No os parece
genial? ¡Hasta uno! No soy uno más para él, ¡lo soy todo! y todo
lo que dice y hace es por mí, por José Luis Quirós.
¿Y por qué por mí?
¡Qué misterio! Recuerdo que en la película de Gladiator hay un
momento en que el emperador Marco Aurelio, ejerciendo de padre, le
dice a su hijo que no va a heredarle en el gobierno, y éste le dice
llorando: “¡Padre, ¿qué hay en mí que tanto odias?!”.
Yo no
puedo evitar gritar a Dios, con asombro: ¡Padre, ¿qué hay en mí
que tanto amas?! No sé qué es lo que hay en mí, pero tampoco hace
falta que haya algo. Lo increíble de este amor es que, como decía
otro amigo mío, Dios no me ama porque yo sea bueno sino porque él
es bueno. ¡Eso es amor! Amor del bueno, amor de 24 kilates, oro
puro, porque es un amor sin condiciones y siempre fiel. Por eso el
pastor busca a la oveja “hasta que la encuentra”. No se detiene
ante nada, está dispuesto a pasar mil penalidades, afronta todos los
sufrimientos necesarios, supera todas las pruebas habidas y por
haber, y, sin rendirse jamás, alcanza su objetivo: abrazar,
levantar, sanar. Es lo que Mikel llama “amor redentor”.
¡Cuánto me gustaría
ser capaz de amar así a quienes me rodean! Mi mujer, mis hijas, mis
amig@s, mis alumn@s, mis herman@s de comunidad...Amarles no por lo
que ell@s son sino, sencillamente porque son. Parece un juego de
palabras, pero he llegado a entender que Dios me ama simplemente
porque existo. Muchas veces mi amor hacia los demás depende de cómo
son, de su carácter, de sus capacidades, de cómo me caen, de cómo
encajan con lo que a mí me gusta, incluso de lo que me pueden
reportar a mí. ¡Qué amor tan pobre! En cambio, amar al otro porque
sí, amarle porque es y está ahí, ¡eso son palabras mayores!
Así mismo, ¡cuánto me
gustaría amarme así a mí mismo! En muchas ocasiones me cuesta
aceptarme tal como soy, y quisiera arrancar de mí aquello malo, feo
y negativo. Desde luego, no es lo que Dios hace. Dios carga conmigo,
como el pastor que carga a la oveja sobre sus hombros. Me toca cargar
con lo que soy, no como un castigo, sino, simplemente, porque en eso
consiste aprender a amar.
Decía que la parábola
de la oveja perdida ha iluminado estos días de Pascua, y es que el
momento culminante en el que Dios sale a buscarnos y nos encuentra es
en el momento en que llega a dar la vida con tal de conseguirlo. Eso
es la pasión y muerte de Jesús: un amor que no huye, que no se
retira, que se mantiene fiel aunque le vaya en ello la vida. Nos amó
“hasta el extremo” dirá Juan en su evangelio.
Y cuando uno se
siente amado así con un amor tan puro, tan limpio, tan
incondicional, es invadido por el asombro absoluto, por la gratitud
desbordante, por la felicidad extrema. Cuando uno es amado así, su
vida cambia, mejor dicho, es transformada por la acción de ese amor
que le es regalado desde fuera. ¡He sido rescatado, he sido levantado,
he sido sanado!. O, en el lenguaje tradicional de la Pascua, he sido
redimido. Aunque a mí me gusta más todavía esta otra expresión:
¡he sido resucitado! devuelto a la vida, a la vida auténtica, aquella
cuya único sentido reside en amar y ser amado, sin importar todo lo
demás. Eso es la resurrección.
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