La Parábola del Hijo Pródigo es uno de los
textos más conocidos del Evangelio y, sin duda, una verdadera joya dentro de
los textos de las diferentes tradiciones religiosas. Generalmente se relaciona
este relato con el tema del perdón: un hijo menor que, tras dilapidar su
fortuna y arruinar su vida, regresa a casa de su padre arrepentido; un padre
que, pese a lo que el hijo ha hecho, lo recibe con los brazos abiertos lleno de
misericordia; y un hermano mayor, duro de corazón, incapaz de perdonar a su
hermano pequeño.
No obstante, la Palabra de Dios siempre es de
una riqueza infinita y está abierta a más interpretaciones y puntos de vista.
En esta ocasión quisiera ofrecer una lectura de esta preciosa parábola desde el
punto de vista de la LIBERTAD.
Sí, en efecto, libertad: aquello para lo que en realidad
fuimos puestos en este mundo, ya que el objetivo de Dios al crearnos fue
hacernos como él, plenamente libres. O, como dice San Pablo: “Para ser libres
nos liberó Cristo”.
Soy consciente de que la palabra libertad ha
sido traída y llevada, ensalzada y vilipendiada, manipulada o idealizada, y que
no es fácil decir qué es la libertad. Pero, desde este foro, quiero presentar
una visión de la libertad en clave cristiana que, a mi entender, corresponde
con lo que considero una genuina y cabal interpretación del concepto libertad (sigue...)
En primer lugar, la LIBERTAD que el padre da
a su hijo para que dirija su vida.
El hijo le pide al padre la parte de la
herencia que le corresponde para así poder irse y hacer su vida. Y el padre le
da la herencia y lo deja marchar. Como todo padre y madre saben, no es fácil
dejar marchar a los hijos. Uno de los aprendizajes más duros que los padres
deben hacer es comprender que los hijos no son suyos, suyos en el sentido de
propiedad, y que su tarea en la vida es ayudarles a crecer hasta que llegue el
momento en que construyan la vida por sí mismos. Y esto incluye el riesgo de
que se equivoquen, de que tomen caminos que a los padres les parecen erróneos,
incluso dañinos. Los padres han de educar a los hijos para que lleguen a ser
autónomos. Por tanto, educarles para la suprema libertad de tomar plenamente
las riendas de su vida. ¡Cuántas veces los padres dirigen la vida de sus
hijos para que sigan el camino que quieren ellos, sin tener en cuenta los
deseos de los hijos! Otras veces, aunque les otorguen cierta libertad, les
siguen de cerca, mitad preocupados mitad recelosos, fiscalizando sus acciones
por si acaso se desvían, amonestarlos a su tiempo.
Pero el Dios de Jesús no es así. El padre del
relato evangélico nos enseña que Dios nos quiere libres, que nos ha educado
para que, llegado el momento, asumamos el mando de nuestra vida con todas sus
consecuencias. El Dios de Jesús no es alguien que limita, coarta o condiciona
nuestra libertad sino que quiere que la ejerzamos con plena potestad. Dios no
es un obstáculo para nuestra libertad, sino aquel que la desea y la posibilita.
¿Somos así nosotros con los demás? Yo no sé
si sabré educar a mis hijas en la libertad. Y aunque evidentemente no las dejo
hacer lo que les da la gana, sé que mi educación debe capacitarlas para que
llegue el momento en que decidan por sí mismas lo que quieren hacer. Ellas
deben buscar su camino y yo debo prepararlas para ello. Pero, yendo más allá
del tema de los hijos: ¿y las demás personas que nos rodean? Seguro que en más
de una ocasión nos gustaría que otras personas pensaran como nosotros, hicieran
las cosas como nosotros, y fueran, en definitiva, como nosotros queremos. Hay
que ser muy maduro y respetuoso para dejar a los demás ser ellos mismos. Y al
que no opina o actúa como yo creo, debo hacer lo posible para que siga teniendo
esa libertad. Al fin y al cabo, la libertad del otro es un deber para mí. Me
guste o no me gusta lo que haga con ella.
En segundo lugar, la LIBERTAD del hijo para
usarla mal.
Sí, la libertad puede usarse mal. Hay quienes
no están de acuerdo y opinan que cada cual puede hacer con su libertad lo que
quiera. Yo no discuto la capacidad de usarla, sino las consecuencias de su uso.
El hijo de la parábola evangélica dispone de su herencia y la malgasta hasta
arruinarse. Se da a la buena vida y acaba solo, sin familia ni amigos, sin casa
ni dinero, trabajando como siervo cuidando cerdos, llevando una vida miserable
e indigna. ¡La que él ha elegido!, dirán muchos. Es cierto. Fue libre de acabar
así. Pero el uso libre de su libertad le condujo a la esclavitud. Es la
paradoja de la libertad: mal usada nos puede hacer esclavos. Y el esclavo no es
libre. Por definición.
La libertad de que disponemos puede centrarse
tanto en nuestro propio "yo" que acaba perdiendo su propio carácter de libertad.
Así, cuando la persona sigue solo sus intereses, cuando no le preocupa más que
satisfacer sus necesidades, cuando considera que los demás son medios para
alcanzar sus fines, cuando su beneficio propio es el fin último que persigue, esa persona acaba siendo esclava de su egoísmo. Y, lo que es peor,
puede esclavizar a los demás para satisfacer sus deseos. El que era libre,
acabó esclavo él, y esclavizando a otros.
Este mal uso de la libertad, es, a mi juicio,
la esencia de esta globalización capitalista que ha extendido por todo el
planeta el dogma liberal de que cada individuo es libre de actuar persiguiendo
su propio beneficio. Las consecuencias son dos tercios de la población
esclavizada por la pobreza, la enfermedad y las guerras, y otro tercio
esclavizada por la soledad, el hastío y el sinsentido.
Por eso, aunque somos libres de usar mal la
libertad, si la usamos bien nos hacemos aún más libres: la libertad, bien
ejercitada, no hace más que crecer. Y crece porque me libera de mí mismo.
Repito, es paradójico, pero es así: cuanto menos "yo" y más "los demás", más libre
soy. De ahí la cuestión: ¿cómo estoy usando mi libertad? ¿La estoy usando para
liberarme de mis cadenas interiores y para liberar a los demás de lo que les
ata? Todos tenemos una libertad limitada: limitada por las condiciones
sociales, económicas, políticas o culturales en que nacemos y vivimos; limitada
por nuestras características físicas y psicológicas; limitada por nuestras
ideas, creencias y convenciones sociales. La gran tarea de la vida es ir
eliminando todas esas limitaciones, internas y externas, para hacer que la
libertad sea cada vez mayor, la mía y la de los demás. Ambas van unidas y son
inseparables, porque, en el fondo, somos más libres si usamos la libertad para
liberar: liberarnos nosotros, liberar a los otros.
Y por último, la LIBERTAD del hijo mayor que
la tiene intacta porque no sabe usarla.
El hijo mayor vive en casa de su padre.
Obedece todas las normas, cumple todos los trabajos que el padre le pide, es un
hijo modélico que no se salta un precepto y cumple a la perfección todo deber y
obligación. Por eso es incapaz de aceptar que su padre acoja de nuevo a su hermano.
O mejor aún: lo que de verdad le duele es que él nunca se ha sentido con la
libertad de tener una fiesta con sus amigos y pasarlo bien. En el fondo se
queja de que no ha podido hacer lo que deseaba; se queja de que no era libre.
En realidad lo era, pero no lo sabía. O no se atrevía a serlo. Es muy cómodo
asumir el papel de hijo obediente que cumple con el deber y sigue las normas.
Así nunca se equivoca, se gana la alabanza de los otros y su ego se satisface ante su propia perfección. Pero no nos engañemos: eso es pura y simplemente
miedo a la libertad.
Así somos los seres humanos: se nos llena la
boca diciendo que queremos ser libres, y luego resulta que nos da miedo la
libertad. Preferimos la esclavitud, preferimos tener algo sólido, algo seguro a
lo que aferrarnos y que nos diga lo que tenemos que hacer, lo que tenemos que
pensar, lo que tenemos que esperar. Hay quienes encuentran esta sumisión en la
propia religión, en la obediencia a las normas morales, a los dogmas de fe y a
las decisiones de sus jerarcas eclesiásticos. Otros lo encuentran en su partido
político, o en su jefe y su empresa, o en las tradiciones y costumbres que le
han enseñado, en lo que sea, ¿qué más da? Son personas que han renunciado a
conducir su vida y han optado por dejar que otros la dirijan por ellos. Y en
lo profundo de su interior, como el hermano mayor de la parábola, viven
insatisfechos y rencorosos porque intuyen que, en realidad, no son libres.
¿Qué es aquello a lo que estoy atado, aquello
a lo que adoro y obedezco reprimiendo lo que deseo y quiero, aquello que vivo
como deber y cumplimiento, pero que me impide buscar la persona que soy y
quiero ser?
El padre de la parábola le dijo a su hijo
mayor: “todo lo mío es tuyo”. Así es el Dios de Jesús, el Dios que nos dice: “todo
lo mío es tuyo”. Que es lo mismo que decir: eres libre, dispón lo que quieras
como tú quieras. ¿Me atreveré a ser libre?
José Luis Quirós
muy bueno amgo!
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