viernes, 15 de marzo de 2013

De la libre libertad



          La Parábola del Hijo Pródigo es uno de los textos más conocidos del Evangelio y, sin duda, una verdadera joya dentro de los textos de las diferentes tradiciones religiosas. Generalmente se relaciona este relato con el tema del perdón: un hijo menor que, tras dilapidar su fortuna y arruinar su vida, regresa a casa de su padre arrepentido; un padre que, pese a lo que el hijo ha hecho, lo recibe con los brazos abiertos lleno de misericordia; y un hermano mayor, duro de corazón, incapaz de perdonar a su hermano pequeño.
No obstante, la Palabra de Dios siempre es de una riqueza infinita y está abierta a más interpretaciones y puntos de vista. En esta ocasión quisiera ofrecer una lectura de esta preciosa parábola desde el punto de vista de la LIBERTAD.
          Sí, en efecto,  libertad: aquello para lo que en realidad fuimos puestos en este mundo, ya que el objetivo de Dios al crearnos fue hacernos como él, plenamente libres. O, como dice San Pablo: “Para ser libres nos liberó Cristo”.
          Soy consciente de que la palabra libertad ha sido traída y llevada, ensalzada y vilipendiada, manipulada o idealizada, y que no es fácil decir qué es la libertad. Pero, desde este foro, quiero presentar una visión de la libertad en clave cristiana que, a mi entender, corresponde con lo que considero una genuina y cabal interpretación del concepto libertad (sigue...)

En primer lugar, la LIBERTAD que el padre da a su hijo para que dirija su vida.
          El hijo le pide al padre la parte de la herencia que le corresponde para así poder irse y hacer su vida. Y el padre le da la herencia y lo deja marchar. Como todo padre y madre saben, no es fácil dejar marchar a los hijos. Uno de los aprendizajes más duros que los padres deben hacer es comprender que los hijos no son suyos, suyos en el sentido de propiedad, y que su tarea en la vida es ayudarles a crecer hasta que llegue el momento en que construyan la vida por sí mismos. Y esto incluye el riesgo de que se equivoquen, de que tomen caminos que a los padres les parecen erróneos, incluso dañinos. Los padres han de educar a los hijos para que lleguen a ser autónomos. Por tanto, educarles para la suprema libertad de tomar plenamente las riendas de su vida. ¡Cuántas veces los padres dirigen la vida de sus hijos para que sigan el camino que quieren ellos, sin tener en cuenta los deseos de los hijos! Otras veces, aunque les otorguen cierta libertad, les siguen de cerca, mitad preocupados mitad recelosos, fiscalizando sus acciones por si acaso se desvían, amonestarlos a su tiempo.
          Pero el Dios de Jesús no es así. El padre del relato evangélico nos enseña que Dios nos quiere libres, que nos ha educado para que, llegado el momento, asumamos el mando de nuestra vida con todas sus consecuencias. El Dios de Jesús no es alguien que limita, coarta o condiciona nuestra libertad sino que quiere que la ejerzamos con plena potestad. Dios no es un obstáculo para nuestra libertad, sino aquel que la desea y la posibilita.
          ¿Somos así nosotros con los demás? Yo no sé si sabré educar a mis hijas en la libertad. Y aunque evidentemente no las dejo hacer lo que les da la gana, sé que mi educación debe capacitarlas para que llegue el momento en que decidan por sí mismas lo que quieren hacer. Ellas deben buscar su camino y yo debo prepararlas para ello. Pero, yendo más allá del tema de los hijos: ¿y las demás personas que nos rodean? Seguro que en más de una ocasión nos gustaría que otras personas pensaran como nosotros, hicieran las cosas como nosotros, y fueran, en definitiva, como nosotros queremos. Hay que ser muy maduro y respetuoso para dejar a los demás ser ellos mismos. Y al que no opina o actúa como yo creo, debo hacer lo posible para que siga teniendo esa libertad. Al fin y al cabo, la libertad del otro es un deber para mí. Me guste o no me gusta lo que haga con ella. 

En segundo lugar, la LIBERTAD del hijo para usarla mal.
          Sí, la libertad puede usarse mal. Hay quienes no están de acuerdo y opinan que cada cual puede hacer con su libertad lo que quiera. Yo no discuto la capacidad de usarla, sino las consecuencias de su uso. El hijo de la parábola evangélica dispone de su herencia y la malgasta hasta arruinarse. Se da a la buena vida y acaba solo, sin familia ni amigos, sin casa ni dinero, trabajando como siervo cuidando cerdos, llevando una vida miserable e indigna. ¡La que él ha elegido!, dirán muchos. Es cierto. Fue libre de acabar así. Pero el uso libre de su libertad le condujo a la esclavitud. Es la paradoja de la libertad: mal usada nos puede hacer esclavos. Y el esclavo no es libre. Por definición.
          La libertad de que disponemos puede centrarse tanto en nuestro propio "yo" que acaba perdiendo su propio carácter de libertad. Así, cuando la persona sigue solo sus intereses, cuando no le preocupa más que satisfacer sus necesidades, cuando considera que los demás son medios para alcanzar sus fines, cuando su beneficio propio es el fin último que persigue, esa persona acaba siendo esclava de su egoísmo. Y, lo que es peor, puede esclavizar a los demás para satisfacer sus deseos. El que era libre, acabó esclavo él, y esclavizando a otros.
          Este mal uso de la libertad, es, a mi juicio, la esencia de esta globalización capitalista que ha extendido por todo el planeta el dogma liberal de que cada individuo es libre de actuar persiguiendo su propio beneficio. Las consecuencias son dos tercios de la población esclavizada por la pobreza, la enfermedad y las guerras, y otro tercio esclavizada por la soledad, el hastío y el sinsentido.
          Por eso, aunque somos libres de usar mal la libertad, si la usamos bien nos hacemos aún más libres: la libertad, bien ejercitada, no hace más que crecer. Y crece porque me libera de mí mismo. Repito, es paradójico, pero es así: cuanto menos "yo" y más "los demás", más libre soy. De ahí la cuestión: ¿cómo estoy usando mi libertad? ¿La estoy usando para liberarme de mis cadenas interiores y para liberar a los demás de lo que les ata? Todos tenemos una libertad limitada: limitada por las condiciones sociales, económicas, políticas o culturales en que nacemos y vivimos; limitada por nuestras características físicas y psicológicas; limitada por nuestras ideas, creencias y convenciones sociales. La gran tarea de la vida es ir eliminando todas esas limitaciones, internas y externas, para hacer que la libertad sea cada vez mayor, la mía y la de los demás. Ambas van unidas y son inseparables, porque, en el fondo, somos más libres si usamos la libertad para liberar: liberarnos nosotros, liberar a los otros.

Y por último, la LIBERTAD del hijo mayor que la tiene intacta porque no sabe usarla.
          El hijo mayor vive en casa de su padre. Obedece todas las normas, cumple todos los trabajos que el padre le pide, es un hijo modélico que no se salta un precepto y cumple a la perfección todo deber y obligación. Por eso es incapaz de aceptar que su padre acoja de nuevo a su hermano. O mejor aún: lo que de verdad le duele es que él nunca se ha sentido con la libertad de tener una fiesta con sus amigos y pasarlo bien. En el fondo se queja de que no ha podido hacer lo que deseaba; se queja de que no era libre. En realidad lo era, pero no lo sabía. O no se atrevía a serlo. Es muy cómodo asumir el papel de hijo obediente que cumple con el deber y sigue las normas. Así nunca se equivoca, se gana la alabanza de los otros y su ego se satisface ante su propia perfección. Pero no nos engañemos: eso es pura y simplemente miedo a la libertad.
          Así somos los seres humanos: se nos llena la boca diciendo que queremos ser libres, y luego resulta que nos da miedo la libertad. Preferimos la esclavitud, preferimos tener algo sólido, algo seguro a lo que aferrarnos y que nos diga lo que tenemos que hacer, lo que tenemos que pensar, lo que tenemos que esperar. Hay quienes encuentran esta sumisión en la propia religión, en la obediencia a las normas morales, a los dogmas de fe y a las decisiones de sus jerarcas eclesiásticos. Otros lo encuentran en su partido político, o en su jefe y su empresa, o en las tradiciones y costumbres que le han enseñado, en lo que sea, ¿qué más da? Son personas que han renunciado a conducir su vida y han optado por dejar que otros la dirijan por ellos. Y en lo profundo de su interior, como el hermano mayor de la parábola, viven insatisfechos y rencorosos porque intuyen que, en realidad, no son libres.
          ¿Qué es aquello a lo que estoy atado, aquello a lo que adoro y obedezco reprimiendo lo que deseo y quiero, aquello que vivo como deber y cumplimiento, pero que me impide buscar la persona que soy y quiero ser?
          El padre de la parábola le dijo a su hijo mayor: “todo lo mío es tuyo”. Así es el Dios de Jesús, el Dios que nos dice: “todo lo mío es tuyo”. Que es lo mismo que decir: eres libre, dispón lo que quieras como tú quieras. ¿Me atreveré a ser libre?

                                                                                                                    José Luis Quirós

1 comentario:

Tranquilo, en breve estudiamos tu caso...