Mucho se ha
hablado del papa Francisco en los poquísimos días que han transcurrido desde su
elección. Se puede decir, con toda propiedad, que este Papa está dando que
hablar. Pero esta vez para bien. Sus gestos y sus palabras están sorprendiendo
a todos por la hondura con la que apuntan a lo esencial del Evangelio: vivir
pobremente sirviendo a los más pobres.
Muchos de
nosotros, cuando en su día esperábamos a ver quién era el sucesor de Juan Pablo
II, soñábamos con un Papa progresista que introdujera fuertes reformas en la
Iglesia: que los curas pudieran casarse, que las mujeres se ordenasen
sacerdotes, que se diera cancha a la teología de la liberación, que se abriera
la mentalidad en las cuestiones de moral sexual, que se democratizara la
participación en la Iglesia, etc. La elección del cardenal Ratzinger, futuro
Benedicto XVI, nos cayó como un jarro de agua fría. Yo recuerdo que lo viví
como una bofetada a la esperanza, una puñalada de realismo frente a nuestros
sueños, como si quedase demostrado que el Espíritu y Dios no tienen arte ni
parte en esto de la Iglesia. No digo que perdí la fe, pero fue un golpe duro.
Ahora, tras
la elección de Jorge Mario Bergoglio, aunque mi fe no depende de su persona, es
cierto que se ha visto reforzada. Pero, curiosamente, estoy viviendo estos
inicios del pontificado de Francisco con ilusión y esperanza, no porque espere
de él las reformas anteriormente citadas, sino porque lo que está haciendo en
estos días me parece aún mucho más importante. Me explico.