miércoles, 3 de abril de 2013

Papa Francisco


Mucho se ha hablado del papa Francisco en los poquísimos días que han transcurrido desde su elección. Se puede decir, con toda propiedad, que este Papa está dando que hablar. Pero esta vez para bien. Sus gestos y sus palabras están sorprendiendo a todos por la hondura con la que apuntan a lo esencial del Evangelio: vivir pobremente sirviendo a los más pobres.
Muchos de nosotros, cuando en su día esperábamos a ver quién era el sucesor de Juan Pablo II, soñábamos con un Papa progresista que introdujera fuertes reformas en la Iglesia: que los curas pudieran casarse, que las mujeres se ordenasen sacerdotes, que se diera cancha a la teología de la liberación, que se abriera la mentalidad en las cuestiones de moral sexual, que se democratizara la participación en la Iglesia, etc. La elección del cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI, nos cayó como un jarro de agua fría. Yo recuerdo que lo viví como una bofetada a la esperanza, una puñalada de realismo frente a nuestros sueños, como si quedase demostrado que el Espíritu y Dios no tienen arte ni parte en esto de la Iglesia. No digo que perdí la fe, pero fue un golpe duro.
Ahora, tras la elección de Jorge Mario Bergoglio, aunque mi fe no depende de su persona, es cierto que se ha visto reforzada. Pero, curiosamente, estoy viviendo estos inicios del pontificado de Francisco con ilusión y esperanza, no porque espere de él las reformas anteriormente citadas, sino porque lo que está haciendo en estos días me parece aún mucho más importante. Me explico.