jueves, 29 de mayo de 2014

Tanto vales, tanto tienes: ética para una renta básica




Los últimos días en clase de filosofía han sido intensos: el debate esta vez ha bajado hasta lo más hondo, es decir, el modo en que concebimos la dignidad de la persona.
La cuestión surgió a propósito de los Derechos Humanos de segunda generación. Se denominan derechos de segunda generación a aquellos que establecen las condiciones sociales, económicas y culturales básicas que deben tener todas las personas: derecho a un trabajo, derecho a un salario digno, derecho a una vivienda, derecho a la asistencia médica, derecho a la educación, derecho al tiempo libre etc. Según rezan los artículos introductorios de la carta, estos derechos los poseen todas las personas por el hecho de ser personas, independientemente de su condición de raza, sexo, ideología, clase social, edad, creencia, etc. En consecuencia, afirma nuestro libro (en mi opinión con mucha lógica, y mayor justicia) la tarea del Estado es garantizar que sus ciudadanos disfrutan de esos derechos. Dicho de otro modo, el Estado debe procurar que todas las personas tengan trabajo, tengan una casa, tengan vestido y comida, tengan salud y educación de calidad…
 
Y aquí es donde prendió la mecha. ¿A una persona que no trabaja hay que darle una casa? ¿A quién no se ha esforzado estudiando hay que conseguirle un trabajo? ¿Es que acaso no hay muchas personas que no se merecen nada de esto y, en cambio, otras disfrutan de dichos bienes porque se lo han merecido? El argumento es muy habitual y está fuertemente arraigado en nuestra mentalidad: uno consigue en la vida aquello por lo que se esfuerza y trabaja, y, por tanto, se lo merece. Quien no se lo merece, no lo tiene. Más aún: no debe tenerlo, porque sería injusto (sigue...)