Los
últimos días en clase de filosofía han sido intensos: el debate
esta vez ha bajado hasta lo más hondo, es decir, el modo en que
concebimos la dignidad de la persona.
La
cuestión surgió a propósito de los Derechos Humanos de segunda
generación. Se denominan derechos de segunda generación a aquellos
que establecen las condiciones sociales, económicas y culturales
básicas que deben tener todas las personas: derecho a un trabajo,
derecho a un salario digno, derecho a una vivienda, derecho a la
asistencia médica, derecho a la educación, derecho al tiempo libre
etc. Según rezan los artículos introductorios de la carta, estos
derechos los poseen todas las personas por el hecho de ser personas,
independientemente de su condición de raza, sexo, ideología, clase
social, edad, creencia, etc. En consecuencia, afirma nuestro libro
(en mi opinión con mucha lógica, y mayor justicia) la tarea del
Estado es garantizar que sus ciudadanos disfrutan de esos derechos.
Dicho de otro modo, el Estado debe procurar que todas las personas
tengan trabajo, tengan una casa, tengan vestido y comida, tengan
salud y educación de calidad…
Y
aquí es donde prendió la mecha. ¿A una persona que no trabaja hay
que darle una casa? ¿A quién no se ha esforzado estudiando hay que
conseguirle un trabajo? ¿Es que acaso no hay muchas personas que no
se merecen nada de esto y, en cambio, otras disfrutan de dichos
bienes porque se lo han merecido? El argumento es muy habitual y está
fuertemente arraigado en nuestra mentalidad: uno consigue en la vida
aquello por lo que se esfuerza y trabaja, y, por tanto, se lo merece.
Quien no se lo merece, no lo tiene. Más aún: no debe tenerlo,
porque sería injusto (sigue...)
Esta
manera de pensar parece muy defendible ya que se atiene a la idea
tradicional de que la justicia consiste
en dar a cada uno lo que se merece. Sin
embargo, este concepto de justicia no sirve para defender derechos,
sino privilegios.
Me
explico. Todo aquello que uno posee en virtud de sus circunstancias
particulares puede ser calificado de privilegio.
Yo tengo el privilegio de dar a mis hijos una buena educación porque
puedo pararla; tengo el privilegio de tener una casa porque mi sueldo
me lo permite; tengo el privilegio de tener un trabajo porque me
esforcé estudiando. Y así sucesivamente. Al final, si una persona
disfruta de determinados bienes es porque tiene dinero, tuvo suerte
de nacer en este país o en aquella familia, pudo recibir una
educación, dispuso de los recursos necesarios a su alcance y supo
aprovecharlos. Quien no tuvo esa suerte o no supo o no quiso, por los
motivos que sean, aprovechar esas oportunidades, no puede, en
consecuencia, disfrutar de esos bienes. Unos los merecen, otros no. A
eso es lo que denomino privilegios.
De
este modo, la mentalidad del mérito acaba conduciendo, en última
instancia, a considerar que cosas como la vivienda, el trabajo, la
salud o la educación no son derechos sino mercancías que se
compran, es decir, que sólo están disponibles para quien puede
pagarlas (gracias a los méritos realizados). Se ensalza así, como
único principio ético el conocido “tanto
tienes, tanto vales”: los bienes y
servicios que una persona puede disfrutar dependen de lo que se pueda
permitir. Si tiene recursos, disfruta de ellos, si no los tiene, no
los disfruta (ni tiene derecho a ello). La persona no tiene valor en
sí misma, sino que sus valor es “relativo”: depende de lo que
gane.
Esta
mentalidad está en las antípodas de los derechos
porque éstos se poseen por el hecho
de ser persona. Los derechos no
requieren ningún mérito por parte del
sujeto de derechos el cual no tienen que
hacer nada para ganárselos. Más aún,
la carta insiste en que las condiciones particulares de la persona
deben expresamente no ser tenidas en cuenta. Es la manera de decir
que el valor de una persona reside en ella misma, la
persona vale por sí misma.
En
consecuencia, el trabajo, la salud, la vivienda, la educación, etc.
dejan de ser mercancías que se compran y se venden, no son cosas
susceptibles de ser disfrutadas más o menos en función de los
ingresos de cada cual: son derechos que toda persona debe tener por
el hecho de ser persona, ¡y si no los tiene se la rebaja en su
dignidad, se la trata como no-persona!
Se
podría decir que, al considerar a la persona valiosa en sí misma,
el hecho de disfrutar de determinadas cosas es una cuestión de
justicia. Yo formularía el principio ético así: “tanto
vales, tanto tienes”. Como digo,
detrás de esta idea subyace un concepto de la justicia muy diferente
del anterior, porque aquí se considera que justicia
es dar a cada uno lo que necesita.
Mientras que en la mentalidad del “tanto tienes tanto vales” se
considera injusto dar bienes y servicios a quien no se lo ha ganado,
en la mentalidad del “tanto vales tanto tienes” lo injusto es que
haya una sola persona que no disfrute de dichos bienes y servicios.
Esto
es una revolución. Es un cambio radical en nuestra manera de pensar.
En mi opinión, el mayor salto evolutivo que podría dar el ser
humano en la actualidad: empeñarnos en que a nadie le falte de nada
porque tiene derecho a ello. Insisto: no imagino idea más
revolucionaria que ésta.
Se
que esto plantea múltiples problemas: ¿de dónde van a salir los
recursos para que todo el mundo tenga de todo? ¿Tiene que proveerlos
directamente el Estado o hay otros modos? ¿Esto no favorece la
existencia de vagos y caraduras? ¿Ya no se va a reconocer el mérito
de los que se esfuerzan?
Entiendo
todas estas y otras preguntas. Pero, a mi juicio, son ya cuestiones
menores, casi “técnicas”, me atrevería a decir. Hace varios
años se está promoviendo la implantación de lo que se denomina
RENTA BÁSICA,
una dotación económica para todas las personas, sin condiciones, en
orden a garantizar que disfruten de los derechos sociales, económicos
y culturales que les corresponden. Hay muchos artículos, estudios y
reflexiones sobre este tema en el que se abordan todas las preguntas
arriba formuladas. Un rápida y sencilla búsqueda en la red nos dará
muchos y jugosos resultados sobre la Renta Básica. Quien desee
solucionar sus dudas al respecto puede hacerlo.
Por
mi parte, me conformo con dejar asentado el
fundamento ético de la cuestión: la
Renta Básica debe implantarse necesariamente y sin dilación, porque
lo importante es el objetivo que persigue, es decir, garantizar unos
derechos que no hay que ganárselos ni comprarlos, sino que son
nuestros por que sí. Parodiando a un conocido spot publicitario:
“porque tú lo vales”.
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