martes, 23 de agosto de 2011

¡Se suspende el juicio!

         Dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

        Antiguamente, y aún hoy en algunos países, las personas podían ser juzgadas sin que hubiera ninguna prueba consistente y eran ellas las que tenían que demostrar su inocencia. En nnuestros sistemas democráticos las personas son llevadas a juicio cuando hay indicios suficientes como para sospechar que ha cometido alguna acción detestable, dañina o perjudicial, de tal modo que el juez, una vez presentadas las pruebas, debe dictaminar su inocencia o, si es hallado culpable, dictar el castigo que merece. Este sistema judicial es considerado como un notable avance.
        Pero, por más que hayamos avanzado en esto de la presunción de inocencia, aún estamos a años luz de acercarnos al proceder de Dios. Es muy triste suponer que Dios es como nosotros, los seres humanos. Somos tan mezquinos que pensamos que Dios es como nosotros… Y así es como hay mucha gente convencida de que Dios, cuando se acerca a nuestra vida, lo hace como el juez que convoca a juicio y quiere examinar nuestra conducta para dictar la sentencia que merezcamos. A pesar de veinte siglos de cristianismo, los seguidores de Jesús, con frecuencia, seguimos pensando y actuando según esta idea, ¡precisamente una idea que el mismo Jesús se encargó de denunciar como opuesta al Dios verdadero!(sigue...)

        Lo dice hoy en el Evangelio de una forma preciosa e insuperable: “Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. La tarea de Jesús, imagen y presencia de Dios, no es juzgar, sino salvar: su misión no es evaluar conductas para dictar sentencias sino ofrecer amor, ayuda, comprensión, y todos los medios a su alcance para que la persona viva, se realice, sea dignificada: se salve. No hay otra misión. La reflexión que hoy os comparto es quizás demasiado subjetiva, posiblemente con un alto grado de error, pero permitidme hacerla, para que nos dé qué pensar…

        ¿No es acaso la Iglesia de nuestros días vista como una institución que se pasa el día juzgando a las personas y lanzando continuamente mensajes de rechazos, condenas y prohibiciones? Pensemos en los matrimonios que utilizan métodos anticonceptivos para regular la natalidad, y son tratados como perversos egoístas. Pensemos en aquellos que están intentando rehacer su vida, tras romperse su matrimonio, uniéndose de nuevo con otra persona, y que se les trata como excomulgados. Pensemos en las parejas que mantienen relaciones prematrimoniales y que son descalificadas automáticamente. Pensemos en las personas que aman con sinceridad a otra de su mismo sexo, vistas como enfermas o depravadas. Pensemos en las mujeres, consideradas cristianas de segunda fila, que de ningún modo pueden recibir el sacramento del Orden ni participar de manera efectiva en los organismo de dirección de la Iglesia., no habiendo absolutamente ningún motivo teológico de peso para cualquiera de estas discriminaciones. Avancemos ahora hacia el campo de la política y pensemos en las declaraciones de los obispos que juzgan las posiciones políticas con sus recomendaciones de voto, de manera que hay opciones que son sutilmente condenadas y rechazadas, casi siempre a favor de la misma y única opción… Incluso, pese a la tan cacareada libertad religiosa, pensemos en los creyentes de otras religiones, con quienes se evita el diálogo y se trata de recuperar un marco de Europa cristiana donde esos otros creyentes son los bárbaros que deben llegar a conocer a Cristo y civilizarse…

        El Hijo de Dios no ha venido a juzgar al mundo... ¿y resulta que la Iglesia sí…? Quizás haya que dar otros pasos:
  • Ante todo, suspender el juicio: dejar ya de aparecer como la instancia que juzga y condena. Ya está bien… 
  • Después, comprender y respetar: procurar ponerse en el lugar de las personas, de sus circunstancias, conocer sus sentimientos e ideas, abrir la mente, dejarse iluminar por los demás, y, en todo caso, respetarlos. 
  • Seguidamente, dialogar en igualdad: dejar de aparecer como los únicos poseedores de la verdad que van por ahí aleccionando a todo el mundo y empezar a dialogar con la gente en plano de igualdad, escuchando, proponiendo, buscando juntos la verdad y el mejor camino de llegar a ella. 
  • Y por último, tender la mano para ayudar: siempre, en todo caso, pase lo que pase, la Iglesia ha de aparecer como la presencia de Dios que acude en busca de la persona para animarla, ayudarla, abrazarla, levantarla y llenarla de vida.
¡Y por cierto!: cuando hablo de la Iglesia también me refiero a todos nosotros…

José Luis Quirós

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