La representación de la obra de Macbeth, dirigida por el profesor Antonio Gutiérrez y representada por alumnos de 4º de ESO y Bachillerato, ha sido un broche de oro para cerrar este curso escolar. Pocas veces tenemos la ocasión de disfrutar de un momento tan apasionante como es la puesta en escena de una obra teatral.
No cabe duda que, si un crítico de teatro juzgara la obra, podría hacer comentarios tales como que, en ocasiones, la dicción no fue la adecuada, que en algún momento se echó en falta una mejor coordinación, o que los personajes se podrían trabajar con mayor profundidad. Seguramente. Pero ni yo soy crítico de teatro, ni las cosas mencionadas anteriormente me parecen importantes en comparación con aquellas que quiero alabar, y que paso a contaros (sigue...)
Empezaré por la elección de la obra: Macbeth, de Shakespeare. Dicha elección, dirán algunos, es ambiciosa, y puede quedar “grande” tanto para los actores como para el público. Y, sin embargo, creo que fue un acierto. Un acierto porque es un clásico universal de la literatura de todos los tiempos. Un acierto porque los alumnos han tenido que fajarse con un texto y unos personajes de altura. Un acierto porque, independientemente de que salga mejor o peor, lo importante es dejarse tocar por la obra. En una representación escolar el objetivo no es representar bien la obra, sino que la obra toque a las personas que la representan y la ven. La protagonista es la obra, y es ella la que, con la fuerza de su verdad y su belleza, nos transforma por dentro, ética y estéticamente. Ese día la obra de Macbeth nos hizo mejores. Y eso es un acierto.
Es sabido que Macbeth representa el camino fácil para alcanzar el éxito y el poder: a través de la traición a aquellos que le aprecian, y por medio del asesinato, Macbeth alcanza su egoísta sueño de gloria. La frase de Maquiavelo, “el fin justifica los medios”, se queda corta para este personaje, ya que ni siquiera su fin era moralmente aceptable. Por otro lado, una vez alcanzada la cima, Macbeth vive angustiado por perder lo que tiene, y eso le introduce en una espiral de violencia sin fin: una vez desatada la maldad de su interior, ésta se apodera de él y lo empuja a dominarlo todo, poseerlo todo, acabar con todos. Y es que el camino emprendido por el protagonista es una huida hacia adelante donde, en realidad, sólo puede quedar uno. Por último, aunque trata de acallar su conciencia, que le recuerda constantemente la ignominia de sus actos, no puede ahogarla, de modo que Macbeth en su interior es devorado por esta verdad aplastante. Pese a tener lo que ansiaba, su peor enemigo es aquel en lo que él mismo se ha convertido, y por eso Macbeth es una persona desintegrada, un proyecto fracasado de persona.
De las muchas y legítimas lecturas que se pueden hacer de este personaje, a mi me gusta aplicarlo al prototipo de persona y sociedad que se vende en nuestro sistema capitalista neoliberal: un sistema en el que cada uno busca alcanzar su puesto en la cima, en el que no importa pisotear al de al lado, en el que se sacrifica todo con tal de obtener dinero y reconocimiento social. No hay valores morales, no hay medios que sean indignos, todo vale. Ni siquiera hay fines buenos que pudieran justificar acciones discutibles. El propio fin es tener, y tener es poder. No importa nada ni nadie. Es la tónica que domina en las empresas, en las relaciones entre países ricos y pobres, en los entresijos de los partidos políticos, entre los compañeros de trabajo, en el imaginario social que construyen los programas televisivos. Sin embargo, esta falta de valores morales, lejos de convertir a cada cual en un superhombre (como soñara Nietzche), le transforma en un guiñapo carcomido por la culpa, pues de fondo la conciencia susurra la misma melodía: “eres un ser indigno y cada uno de tus actos agranda el vacío que has creado”. Por eso, nuestro sistema produce personas infelices, personas que gastan la vida intentando ahogar la conciencia, o siendo devoradas por ella. Personas fracasadas por dentro, triunfantes y poderosas a la vista de todos, pero muertas en vida.
No exagero. Es el sistema en el que vivimos, y en el que, de un modo u otro nuestros chavales son educados. Es necesario despertarlos, y la obra de Macbeth es un instrumento privilegiado para ello.
Dejando a un lado el contenido, un gran acierto de la puesta en escena ha sido el vestuario. Los personajes iban todos vestidos con gabardinas negras de cuero de tres cuartos, pantalones, camisas y jerseys negros. Una estética casi gótica reforzada por el uso de las altas botas negras. Esta imagen forma parte de la reciente iconografía cinematográfica con un sentido ambiguo: lo mismo vale para el héroe como para el villano. Es la vestimenta de “el elegido” de Matrix, o del malvado Dark Vader. Así viste el salvador Batman y también los asesinos nijas. Suena a tópico, pero hoy en día pocos atuendos indican tan bien esa dualidad entre el bien y el mal que habita en cada uno de nosotros. Al ver a esos personajes de negro, uno no sabe si se esconde un héroe salvador o un criminal sin escrúpulos. Sólo a lo largo de la obra cada cual va desvelando su verdadera identidad. Quizás como nosotros: a mitad de camino entre ángeles y demonios, son nuestras acciones en la vida las que van mostrando qué se esconde detrás de nuestro traje.
Al final de la obra, dos mujeres aparecen vestidas de color: una de azul, intenso como el azul que viste el manto de la Virgen Inmaculada, símbolo de la pureza más absoluta; otra mujer aparece con un verde fresco y luminoso, primaveral, como indicio de una esperanza que se levanta poco a poco en el horizonte. Y para rematar, los guantes rojos, esos guantes que lleva Macbeth una vez coronado rey tras asesinar al legítimo monarca, y que simbolizan el sordo martilleo de la conciencia mostrando las manos manchadas de sangre, imposibles de limpiar.
Finalmente, en cuanto a la puesta en escena se refiere, quiero mencionar los decorados. No había juegos virtuosos de luces, no había proyecciones de powers points, no había efectos especiales asombrosos. Lo que había era unos sencillos paneles de papel y cartón, recortados y pintados a mano, realizados artesanalmente. En la era de la tecnología, que ha invadido incluso las obras de teatro, la sencillez y la sobriedad del decorado dotaba a la obra de un gusto griego difícil de lograr mediante ficciones. Además, eran bellos, artísticamente loables. Si a eso le añadimos que fueron posibles gracias al trabajo desinteresado de un profesor, es digno de admiración.
No obstante, me gustaría ir más allá de la obra en sí, ya sea en su contenido o forma, para reflexionar sobre el hecho de que se haya representado una obra de teatro en el colegio. Esto me da pie a dos observaciones.
Y la segunda, aunque no descubro la pólvora con esto, es constatar la importancia del teatro como educación no formal. Tenemos sacralizada la forma habitual de dar clase en un aula impartiendo a nuestros oyentes las lecciones de nuestra excelsa sabiduría. Sin embargo, despreciamos, o no sabemos captar, el inmenso potencial educador de otros medios, como por ejemplo, el teatro. No quiero se pedante ni snob si digo que el teatro es una herramienta magnífica para el desarrollo de las competencias básicas. Me da igual que ahora se llamen así. El hecho es que el teatro educa en un sin fin de capacidades: educa en el valor, porque hay que ser valiente para estar en el escenario delante del público superando el miedo y la vergüenza; eso son habilidades sociales. Educa en el trabajo en equipo y el compañerismo, porque sólo así es posible sacar adelante una obra. Educa en la expresión y la comunicación, la oral y la no verbal; y eso es lenguaje. Educa en la comprensión de los caracteres de los personajes y de su contexto vital; y eso es historia y psicología. Educa en aprender textos de memoria, ahora que no está de moda eso de memorizar. Educa en el esfuerzo, porque requiere un trabajo constante y un sacrifico personal; del mismo modo que educa en la responsabilidad, ya que si uno no deja de arrimar el hombro, la obra no sale adelante. Y educa en la autoestima y la ilusión, porque al ver el resultado del trabajo y recibir el aplauso del público, la persona comprende que ha hecho algo grande, algo valioso, algo que ha merecido la pena. Ese sentimiento de bienestar con uno mismo es la mejor recompensa. Esto es educación en valores.
Bien, creo que ya he dicho bastante. Pero no quiero terminar sin mencionar un detalle. Al finalizar la obra, mi amigo Antonio no salió a saludar. Se quedó entre bastidores, dejando que los chavales disfrutaran del momento. Permaneció en la sombra, mientras otros lucían y se llevaban los aplausos. Es cierto que después fuimos varios a felicitarle, y que, en general, los compañeros han valorado su trabajo y dedicación. Pero en ese momento, en el momento culminante, se mantuvo en un segundo plano. Es muy difícil hacer eso: requiere una humildad y una generosidad de las que muy pocos están dotados.
En fin, por todo ello, gracias. Gracias a ti, Antonio. Gracias a todos esos chavales a los que embarcaste en esta aventura. Gracias por hacer cosas más allá de nuestros deberes cotidianos, con la única intención de disfrutar mientras aprendemos a ser un poco mejores.
José Luis Quirós
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