miércoles, 15 de junio de 2011

KÉDATE (II)

En la anterior “entrega” (Kédate I), conté cómo el relato de los discípulos de Emaús constituye una enseñanza actual sobre cómo tener hoy la experiencia de encuentro con Jesús. En este segundo capítulo me gustaría hablar de otro mensaje que transmite este pasaje evangélico: la esperanza tras el fracaso. Quizás algunos de nosotros hemos pasado, o estamos pasando, por un momento crítico en el que nuestros sueños e ideales se han venido abajo: todo en lo que creíamos parece desmoronarse bajo el crudo peso de la realidad, y sentimos como un frío helador va apagando los últimos rescoldos de nuestro corazón: sin sueños, sin ilusiones, nos morimos por dentro. ¿Será esto todo lo que cabía esperar de la vida? ¿Ya está todo? ¿Y ahora qué? (sigue...)

         Esta es la experiencia que vivieron los dos discípulos que recorrían el camino hacia Emaús. Acababan de matar a Jesús, y con su muerte, habían quedado sepultadas todas sus esperanzas. Durante años siguieron a Jesús porque vieron en él la promesa de un mundo nuevo, una vida mejor, una felicidad plena. Creyeron en sus palabras, dejaron sus casas y trabajos, hiceron de su mensaje su bandera, le siguieron con ilusión por pueblos y caminos, su causa fue su ideal, la razón para vivir. Pero al final todo quedó en nada: aquel hombre bueno es ejecutado, sucumbe bajo la fuerza de los poderosos, y su causa noble y justa es pisoteada por la maldad que anidad en cada hueco de la realidad. Fue un sueño, un bonito sueño, pero un sueño trágico. Este acontecimiento es de tal hondura y magnitud que representa un antes y un después en la vida de estos dos discípulos. Con la muerte de Jesús lo que desaparece es la esperanza y la ilusión. Sus ideales se han esfumado, el futuro ha desaparecido. ¿Qué les queda ya? Nada, salvo volver a su pueblo, de donde salieron hace unos años; volver a la vida de siempre, con la rutina de siempre, en la injusta y triste sociedad de siempre. Terminado el sueño, toca volver a la realidad. Terrible.
         Sin embargo, inesperadamente, es decir, contra toda esperanza, en el camino de vuelta, fracasados y rendidos, se encuentran con Jesús Resucitado. Ya conté en el artículo anterior el modo en que se encontraron con Jesús. Ahora quisiera mostrar el cambio radical que dicho encuentro produjo en sus vidas. Dice el relato que, tras reconocer a Jesús, salieron de casa y se pusieron de camino hacia Jerusalén, para contarle a los demás discípulos que habían visto al Señor. Era de noche, pero salieron. Estaban cansados, pero se pusieron a andar. En Jersualén los seguidores de Jesús no eran bien vistos, pero se dirijieron allí. Y cuando llegaron a donde los demás discípulos se encontraban, irrumpieron con gritos y saltos de alegría anunciando que Jesús estaba vivo. ¡Jesús está vivo! Éste es el mensaje revolucionario, porque es lo mismo que gritar: ¡merece la pena creer en sus palabras, merece la pena vivir como él vivió, merece la pena mirar hacia adelante y seguir soñando, porque el amor es más fuerte que la muerte! Y así fue como estos discípulos, sumidos en un pozo de desesperación, renacieron a una vida nueva, con ilusión, con futuro. Ellos también acababan de resucitar.
         Antes decía que quizás nosotros hayamos pasado o estemos pasando por situaciones de desesperanza. No me refiero a situaciones puntuales por un problema concreto: me refiero a ese momento vital en el que todo se hunde, el sentido de la vida misma es puesto en cuestión, porque nuestros ideales han ido quedando aplastados por la realidad. “Crisis de realismo”, llaman los psicólogos. Posiblemente un día haya que dedicar un escrito específico para hablar de esta temida crisis, de la que difícilmente nos libramos. No es cuestión ahora de detallar en qué consiste esa crisis, cómo se manifiesta, qué la produce. Un día, repito, quizás nos podamos detener en ella. Ahora más importante me parece gritar con alegría, casi con febril nerviosismo, que hay esperanza, que hay futuro, que hay vida por delante, vida plena, para cada uno, para todos.
         El encuentro con Jesús cambia nuestra vida cuando ésta parece haber llegado a un callejón sin salida. Cuando éramos jóvenes queríamos cambiar el mundo; teníamos energías de sobra, nos sentíamos invencibles; el mundo era nuestro, el futuro nos pertenecía porque lo estábamos construyendo. Pero pasaron los años y llegó el trabajo, los hijos, la enfermedad, el desamor, las estructuras sociales injustas que se reproducen, el cansancio, el conformismo... y todo se fue enfriando, acomodándose a lo que hay, como el que se aletarga en un infinito invierno. Nos apagamos por dentro, y un buen día tomamos conciencia de que esto ya no da más de sí, y que la alternativa es demoledora: adaptarse o morir. Como cualquier otra especie. Puro darwinismo. Pero, en lo que a la vida interior se refiere, toda adaptación es, en sí misma, una muerte. El día que dejamos de soñar y luchar, el día que nos dejamos arrastrar por la rutina sin esperanza de que algo nuevo esté por venir, ese día ya hemos muerto.
         Por eso es vital (nótese que digo “vital”) el encuentro con Jesús Resucitado. Así fue con los discípulos de Emaús, que renacieron a la vida porque se encontraron con él. A mí siempre me pareció que la fe era cosa de niños, eso que te enseñan cuando vas a la catequesis para hacer la comunión. Luego creí también que podía ser cosa de jóvenes, de esos que necesitan un ideal excelso por el que luchar. Más tarde, pensé que la fe no podía ser cosa de adultos, porque éstos ya han comprendido que la realidad es la realidad (o, si se prefiere, que el mal se impone y la muerte prevalece). Sin embargo, hoy por hoy comprendo que la fe, si ha de tener cabida en alguna edad en especial, esa es precisamente en la edad adulta, porque es entonces cuando la fe ha tenido que superar el obstáculo de todos los obstáculos: ¿merece la pena vivir? ¿Para qué?
         Esta pregunta me la puedo hacer a los 40, pero no a los 10, ni siquiera a los 25 (salvo excepciones). El resto de la vida es la puesta en práctica de la respuesta a dicha pregunta.  No es que se responda en un instante y ya está, todo arreglado. Esa pregunta tendrá que ser respondida cada día, a cada miunuto, en cada instante, hasta el fin de mis días. Es la pregunta esencial de la condición humana. Muchos tratarán de adormecerla con los más variados métodos. Otros serán vencidos al responder negativamente a la cuestión. Pero quien haga la experiencia de los discípulos de Emaús (quien permanezca en el camino, quien acoja al que anda a su lado, quien relea la vida a la luz del Evangelio, quien comparta con el prójimo) descubrirá el secreto que esconde el aparente fracaso y sinsentido: más allá del mal y la muerte hay vida, hay amor, hay esperanza.
         El dicho popular reza así: “Mientras hay vida hay esperanza”. No soy quién para desmentir la sabiduría popular, pero desde mi experiencia de fe me gusta más decir que “mientras hay esperanza hay vida”. Es esa esperanza la que me mueve, la que me hacer arder por dentro, la que me levanta, la que me empuja hacia adelante, la que saca lo mejor de mí, la que me plenifica. Hay momentos difíciles, y mucho malo en mí, sin duda. Pero la esperanza siempre tira hacia arriba. ¿Qué sería de mí sin ella?

José Luis Quirós

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tranquilo, en breve estudiamos tu caso...