lunes, 25 de abril de 2011

La autoridad moral


La autoridad, en el sentido más llano del término, se refiere a la capacidad de mandar y ser obedecidos por otros. Suena un poco fuerte, porque hoy en día los términos “mandar” y “obedecer” tienen mala prensa, y parece que no pueden ser comprendidos más que en un sentido peyorativo.
Sin embargo, nos pasamos el día mandando y obedeciendo. Nos ocurre a los padres con nuestros hijos; a los profesores con nuestros alumnos; a los coordinadores con los profesores; a los encargados con los empleados; a los monitores con sus chavales; a los entrenadores con sus jugadores; y un largo etcétera.
Y a menos que seamos unos déspotas insensibles, a todos nos preocupa mandar bien y que nos obedezcan de buen grado. Y viceversa, si es a nosotros a quienes nos toca obedecer. Esa preocupación nace de la certeza de que hay un modo correcto de mandar y otro incorrecto. Dicho de otro modo: hay un modo de mandar desde la fuerza y otro desde la convicción. A este último es a lo que se llama “autoridad moral” (sigue...)
La autoridad moral es un tesoro precioso: quien dirige así, puede hacer mucho bien; quien obedece desde ahí, se siente construido como persona. La autoridad moral no es dominación sino mutua construcción entre las personas, de modo que mandar y obedecer se convierte, en realidad, en un modo de colaborar, cada cual asumiendo un papel diferente, pero igual de necesario.
Yo definiría la autoridad moral como aquella capacidad que nace del interior de la persona y es capaz de atraer y convencer a otro; pero, aun no convenciéndole siempre, el otro le obedece porque cree en esa persona y se siente querido por ella.
No es fácil tener autoridad moral. Requiere empeño y trabajo. Quizás algunos lo logren en un mayor grado, pero está al alcance de todos. Por eso, quisiera presentar unos sencillos consejos que ayudan a desarrollar la autoridad moral.

1. Toda norma tiene que ser explicada racionalmente.
Exponer el sentido de una norma es fundamental para llegar a comprender que esa norma no es un capricho ni obedece a intereses particulares de nadie. La norma debe justificarse por el fin que persigue, el cual ha de ser razonable, necesario, justo y bueno.

2. Toda norma debe ser respetuosa con la dignidad de la persona.
Además de que el fin sea razonable y bueno, la norma en sí ha de ser respetuosa con los derechos de la persona y su dignidad. Ya sabemos que el fin no justifica los medios: no es posible tener como objetivo lograr un bien pero conseguirlo a base de hacer un daño.


3. Quien ordena ha de ser el primero en dar ejemplo.
Se dice que no hay nada peor que un buen consejo seguido de un mal ejemplo. Todos sabemos que nada arrastra más que el propio ejemplo, y que lo que más educa es el propio testimonio de vida. Hagamos lo que queremos que los demás hagan, comportémonos como deseamos y esperamos que lo hagan ellos.

4. No es admisible recurrir a la violencia, sea del tipo que sea.
Creo que sobra decir que la violencia física está de más. Violencia cero. Quizás esto, en general, ya esté muy asumido. Pero hay otros tipos de violencia muy dañinas: insultar, poner en ridículo delante de los demás, hacer malos gestos, coger manía, cargar con más trabajo de lo correspondiente, amenazar continuamente, crear un ambiente de pánico, etc. Hay muchas formas de violencia. Ninguna educa.

5. Si hubiera que recurrir al castigo, éste debe ser proporcional y educativo.
El castigo es la última opción. Pero a veces no hay otra salida. Me parecen ilusos los que quieren eliminar los castigos o los disfrazan con otro lenguaje. Y me parecen perjudiciales los que sólo saben recurrir a ellos. Todo en su justa medida.
Si al final se ve que es necesario castigar, la sanción ha de ser equilibrada y educativa:
  • Primero, antes de decidir el castigo, tenemos que respirar con profundidad, dejar pasar un rato, y, si el caso lo requiere, consultar con otra persona.
  • Segundo, mantener una exquisita proporcionalidad entre la conducta incorrecta y el castigo recibido. Es de sentido común que a faltas leves, penas leves, y a faltas graves, sanciones graves. Confundir los términos es dañino.
  • Tercero, en la medida de lo posible, que el castigo procure la reparación del mal hecho o que vaya encaminado directamente a corregir la conducta sancionada.
  • Cuarto, explicar los motivos por los cuáles una acción no ha sido correcta y explicar los términos del castigo. Explicar nunca está de más...
  • Y quinto, tratar a la persona de forma respetuosa, seria pero cercana, haciendo notar que no se retira ni el cariño ni la confianza. Se castiga la acción, no a la persona. Por ésta seguimos apostando, y debe sentirlo así.

Estos consejos no son una recte mágica pero nos pueden ser útiles. No los echemos en saco roto: a todos nos suele tocar mandar y obedecer. Es inevitable. Y necesario. Hagámoslo lo mejor posible. Suerte.
                                                                                               José Luis Quirós

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