Todos hemos esperado la llegada de la Semana Santa como una especie de oasis reparador en medio de los trabajos y cansancios de cada día. Estos días de vacaciones son una oportunidad para descansar, viajar, disfrutar y recuperar energías.
Pero, si, como es mi caso, se es creyente, la Semana Santa es el momento propicio para vivir en profundidad la experiencia del Dios de Jesús, o, si se prefiere, del Dios que se hace presente en Jesús. Acostumbro a vivir la Semana Santa con una comunidad de vida cristiana a la que pertenezco, pero este año, dado que esperamos en breve una niñita, no nos hemos podido desplazar. Como no “he ido de Pascua” no ha habido nada “especial” estos días, y, sin embargo, ha sido la oprtunidad de recordar lo esencial de la Pascua, de todas las Pascuas, esté donde esté y las viva como las viva. Por eso, me gustaría contar lo fundamental de cada uno de estos días santos, tal como yo lo vivo y lo siento (sigue...)
El Jueves Santo es el día del amor fraterno, y no le han podido buscar mejor título. La imagen central de esa celebración discurre desde el momento en que Jesús lava los pies a sus discípulos hasta que comparte con ellos el pan y el vino. Ambas escenas son la manera plástica de expresar el amor extremo.
Al dar comienzo la cena de aquel jueves, en un gesto propio de los esclavos para con sus señores, Jesús se arrodilla, se ciñe la toalla y lava los pies de los discípulos. La reacción de éstos, representados por Pedro, es comprensible: se niegan a que Jesús les lave los pies. Pero Jesús quiere hacer este signo como ejemplo de una lección: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.
Si lo pienso despacio tiemblo: ¡Dios está a mis pies y me sirve! No es precisamente la imagen que se tiene de Dios, en ninguna religión, incluida, curiosamente, la cristiana. Y, sin embargo, en Jesús aparece un Dios que se pone a mis pies para servirme. Es obvio que Dios no es mi lacayo, dispuesto a hacer lo que yo le ordene, sujeto a mis deseos y caprichos. Lo que quiere decir es que Dios está a mi servicio en el sentido de que busca mi bien y sólo mi bien, y que eso mismo es lo que me pide que haga yo con los demás: servirles en todo cuanto pueda y lo mejor que pueda. Él lo ha ha hecho primero y me ha dado ejemplo de ello: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.
Poco después, para rizar el rizo, al partir el pan y repartir el vino, les dice que él está presente en ese signo. Es como si dijera: en este gesto cotidiano, sencillo, hogareño, estoy yo; y cada vez que compartís lo necesario con los demás, ahí estoy yo. Resumiendo: cada vez que en la vida de cada día hagáis un gesto de amor, ahí estoy yo.
Muchas veces nos preguntamos dónde está Dios, creemos que está lejano, escondido, invisible, o, lo que es peor, impasible. Y, sin embargo, no ha podido quedarse más cerca y más vivo: en cada gesto de cotidiano de amor. Por eso, el que ama encuentra a Dios. No está lejos.
El Viernes Santo tiene una atracción especial para los cristianos que, por tradición religiosa multisecular, han sido adoctrinados en una especie de adoración del sufrimiento como camino hacia la salvación. No quiero ahora reflexionar sobre esta, en mi opinión, equivocada idea, sino más bien resaltar lo que yo creo es el eje de ese día.
Ante todo, Jesús no muere, es ejecutado. Esto es importante. No estamos ante una muerte natural, por enfermedad, accidente o ancianidad. A Jesús le arrancan la vida de manera violenta, le matan unos que buscaban con ahínco acabar con él. ¿Por qué? Porque Jesús se atrevió a poner patas arriba todo su sistema de dominación.
Jesús había criticado la Ley judía, que daba el visto bueno para que multitud de personas fueran discriminadas y excluidas (enfermos, extranjeros, mujeres, niños, pobres...). Jesús desautorizó la religión que se celebraba en el templo de Jerusalén, porque se centraba en la realización del culto y se olvidaba de la misericordia para con los necesitados. Jesús dejó bien claro que los ricos y poderosos oprimen a los que gobiernan en beneficio propio. Si se quiere, podemos repetir el dicho popular: “Se lo buscó”.
Pues sí, se lo buscó. Supongo, por tanto, que es propio y característico del cristiano, buscársela. El Viernes Santo me recuerda que soy creyente cada vez que me sitúo críticamente ante la realidad e intento comprometerme contra toda forma de explotación, dominio y exclusión. También hoy las leyes siguen consagrando modelos de discriminación y opresión, desde las leyes de los estados hasta las terroríficas leyes de los mercados. También hoy la religión se centra muchas veces en un culto tranquilizador que se olvida de la lucha por la justicia. También hoy los ricos y poderosos salen de la crisis más fuertes que nunca, sobre las ruinas de las clases sociales más bajas a las que siguen sangrando.
¿Cuál es mi postura? Jesús tomó partido. Es lo que suele decir hoy la teología con la expresión “opción preferencial por los pobres”. Así es: desde Jesús ya no hay neutralidad posible. No se puede ser cristiano y lavarse las manos ante las cosas que ocurren en el mundo. O peor aún, no se puede decir que se es cristiano y estar en el bando de los que viven bien, dominan y controlan el mundo. Muchas veces pienso que hago poco por cambiar las situaciones de injusticia que vive el mundo. Otras veces pienso, sencillamente, que no se me ocurre qué puedo hacer. Y otras, en fin, estando a mi alcance hacer algo, me da miedo y huyo, porque temo recibir las represalias. Permanecer e intentarlo es la enseñanza del Viernes Santo.
Y por último, el Domingo de Resurrección, que empieza en la noche del Sábado Santo, es el momento en el que todo lo anterior cobra sentido: el amor a los demás (Jueves) y la lucha contra la injusticia (Viernes) reciben energía, fuerza y esperanza del hecho de que, al final, la última palabra la tiene Dios y de que cabe esperar que el amor es más fuerte que la muerte.
Cuando los discípulos anuncian la resurrección de Jesús dicen que “Dios resucitó al crucificado”. Es una manera muy gráfica de decir que Dios se puso de su parte y le dio la razón, que se equivocaron aquellos que le persiguieron, condenaron y mataron. Dios está de parte de Jesús y de su causa, por tanto, de parte de todos aquellos que padecen la violencia, la injusticia, la explotación. En una palabra: está de parte de las víctimas.
Y para ellas hay esperanza. Ya sé que si echamos una mirada a nuestro mundo, puede parecer que Dios está ausente y no hace nada. Esa misma experiencia la tuvo Jesús. Pero aunque el mal parezca triunfar en el mundo y las víctimas se multipliquen, al final Dios les hará justicia. Por eso son bienaventurados los que lloran, los pobres, los perseguidos, los que sufren, porque al final Dios les dará la plenitud, la alegría y la vida que les corresponde.
Del mismo modo, cada uno de nosotros, cuando se desvive por los demás, cuando se pone a su servicio, cuando en cada gesto cotidiano busca el bien del otro, cuando, en una palabra, ama, está apostando por creer que merece la pena. No digo que las personas amen por interés, para conseguirse una plaza en el cielo: eso es una burda y pobre visión de las cosas.
Amar tiene el “premio” en sí mismo: quien ama es feliz. Por eso, aunque no exista un más allá, merece la pena amar. Ya lo decía Santa Teresa. Pero sí creo que, cuando amamos, aspiramos a que ese amor no acabe nunca, y llegue un día donde el amor sea la única realidad entre las personas. La resurrección de Jesús es un modo de expresar la esperanza en que ese sueño un día será realidad, y que el amor que ya ahora nos hace felices, un día será experimentado por todos como plenitud y gozo sin fin.
Tres días, tres mensajes de gran profundidad, tres claves para vivir la vida con sentido, tres modos de crecer en espiritualidad y relación con Dios. Por eso son santos.
José Luis Quirós
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