No me des lo que te pida. A veces solo pido para ver hasta dónde puedo recibir.
No me grites. Te respeto menos cuando lo haces, y me enseñas a gritar también a mí.
No me des siempre órdenes. Si en vez de órdenes me lo pidieras de buen modo y con razones, lo haría más rápido y con más gusto.
Cumple las promesas, buenas o malas. Si me prometes un premio, dámelo; pero también si es un castigo.
No me compares con nadie, especialmente con mi hermano o hermana. Si me haces lucir mejor que los demás, alguien va a sufrir, y si me haces lucir peor que los demás, seré yo quien sufra.
No cambies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer. Decídete y mantén una decisión.
Déjame valerme por mí mismo. Si tú haces todo por mí, yo nunca aprenderé.
No digas mentiras delante de mí, ni me pidas que las diga por ti, aunque sea para sacarte de un apuro. Me haces sentir mal y pierdo la fe en lo que me dieces.
Cuando hago algo malo no me exijas que te diga el “por qué lo he hecho”: muchas veces ni yo mismo lo sé.
Cuando estés equivocado en algo, admítelo y crecerá la opinión que tengo de ti. Me enseñarás así también a admitir mis equivocaciones.
Trátame con la misma amabilidad y cordialidad con que tratas a tus amigos: ser de la familia no significa que no podamos tener un trato amigable también.
No me digas que haga una cosa si tú no la haces. Yo aprenderé de lo que tu hagas, aunque no lo digas; pero nunca haré lo que digas y no hagas.
Cuando te cuente un problema mío no me digas que no tienes tiempo o que son cosas sin importancia. Trata de comprenderme y ayudarme.
Quiéreme y dímelo. A mí me gusta oírtelo decir, aunque tú no creas necesario decírmelo. Y abrázame, necesito sentir que me quieres.
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