El teólogo Jon Sobrino escribe una reflexión titulada "Con Medellín Dios pasó por América Latina. ¿Con quién pasa ahora?", y que ha sido publicada por la revista Ecclesalia (23/02/12). Me parece muy interesante para conocer la evolución de la Iglesia, los pobres y los movimientos de lucha, que se ha dado en este subcontinente con el que tantos vínculos tenemos los seguidores de este blog. 
Los  diez años de Medellín (1968) a Puebla (1979) fueron únicos en la época moderna  de la  Iglesia católica en  América Latina. Después comenzó un declive al que Aparecida (2007) quiso poner  freno, aunque hasta ahora queda mucho por hacer. 
Al hacer este juicio, no nos  fijarnos en la iglesia tal como la analizan los sociólogos, sino que nos fijamos  en “el paso de Dios”. Sin duda es más difícil de calibrar, pero toca la  dimensión más honda de la Iglesia, y al servicio de qué debe estar.  En definitiva qué aporta a los seres humanos y al mundo como un todo. Y  obviamente hay que preguntarse “qué Dios” es el que pasa por la historia en un  momento dado. 
Medellín
Fue un salto cualitativo.  Irrumpieron los pobres, y en ellos irrumpió Dios. Fue un hecho fundante que  penetró en la fe de muchos y configuró a la Iglesia. 
Sorprendentemente, para la asamblea  de obispos la prioridad no la tuvo la Iglesia en sí misma, sino el mundo de  pobres y víctimas, es decir la creación de Dios. Sus primeras palabras proclaman  la realidad del continente: “una pobreza masiva producto de la injusticia”. Los  obispos actuaron, ante todo, como seres humanos, y dejaron hablar a la  realidad que clamaba al cielo. Son los clamores que Dios escuchó en el  éxodo, le hicieron salir de sí mismo y entró decididamente en la historia. De  igual modo, con Medellín Dios entró en la historia latinoamericana.
Desde esa irrupción de los pobres, y  de Dios en ellos, Medellín pensó qué es ser Iglesia, cuál es su identidad y  misión fundamental, y cuál debe ser su modo de estar en un mundo de pobres. La  respuesta fue “una iglesia de los pobres”, semejante a la ilusión que tuvo Juan  XXIII y el cardenal Lercaro. En el concilio no prosperó, en Medellín sí.  La Iglesia sintió compasión por los oprimidos  y decidió trabajar por su liberación. Por muchos, con mayor o menor conciencia  explícita, fue acogida como bendición. Por otros, fue percibida, con razón, como  grave peligro. 
Muy pronto reaccionó el poder. En  1968 Nelson Rockefeller escribió un informe sobre lo que estaba ocurriendo, y  esa Iglesia, nueva y peligrosa, tenía que ser debilitada y frenada, y lo mismo  ocurrió al comienzo de la administración Reagan. Oligarquías con el capital,  ejércitos, escuadrones de la muerte, desencadenaron una persecución contra  la Iglesia, desconocida en la historia de  América Latina. La persecución, y el mantenerse firme en ella, dejó en claro lo  novedoso y evangélico que estaba ocurriendo: la Iglesia de Medellín estaba con el pueblo  pobre y perseguido, y corrió su misma suerte. Miles fueron asesinados, entre  ellos media docena de obispos, decenas de sacerotes, religiosos y religiosas, y  multitud de laicos, mujeres y varones. Con limitaciones, errores y pecados, era  una Iglesia mucho más casta que meretriz, mucho más evangélica que  mundana.
Al interior de la Iglesia católica, Pablo VI propició y animó  esta nueva Iglesia, pero altos personeros de la curia romana, y de otras curias  locales, la descualificaron, trataron mal e injustamente a sus representantes  señeros, también a obispos, y diseñaron una iglesia alternativa, diferente y aun  contraria, más devocional, intimista, de movimientos, sumisos a y defensores de  la jerarquía. Y lo que había que evitar era que la Iglesia volviese a entrar en conflicto con  los poderosos. La iglesia popular, nacida alrededor de Medellín, creyente y  lúcida, de comunidades de base, que vivía la pobreza del continente, sufrió la  doble persecución del mundo opresor, y, con alguna frecuencia, de la propia  iglesia.
Una Iglesia así fue testigo y  seguidora de Jesús de Nazaret. Encarnada, defensora y compañera de los pobres,  cargaba con la cruz y con frecuencia moría en ella. Anunció una Buena Noticia  como Jesús en la sinagoga de Nazaret. Tuvo sus “doce apóstoles”, los Padres de  la iglesia latinoamericana con don Hélder Camara uno de los pioneros, con  Enrique Angelelli, don Sergio Mendez Arceo, Leonidas Proaño, con monseñor  Romero, pastor y mártir del continente, y otros. Llegó a ser ekklesia, en  la que mujeres y varones, religiosas y laicos, latinoamericanos y venidos de  fuera, llegaron a formar cuerpo eclesial, una gran comunidad de vida y  misión. Entre los de casa y los de lejos se generó una solidaridad nunca vista:  se llevaban mutuamente. Creció la esperanza y el gozo. Y del amor de los  mártires nació una brisa de resurrección, ajena a toda alienación, que volvía a  remitir a la historia para vivir en ella como resucitados. 
En esa Iglesia soplaba el Espíritu,  el espíritu de Jesús y el espíritu de los pobres. Ese espíritu inspiraba  oración, liturgia, música, arte. Y también inspiraba homilías proféticas, cartas  pastorales lúcidas, textos teológicos de casa, no textos simplemente importados  que no habían pasado por el crisol de Medellín. 
En el centro de todo estaba el  evangelio de Jesús. Lucas 4, 16: “He venido a anunciar la buena noticia a los  pobres, a liberar a los cautivos”. Mateo 25, 36-41: “Tuve hambre y me dieron de  comer”. Juan 15, 13: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por los  hermanos”. Y Jesús de Nazaret, el crucificado resucitado, Hechos 2, 23: “A quien  ustedes dieron muerte Dios le devolvió a la vida”. 
¿Y ahora?
Encuestas, estudios sociológicos y  antropológicos, económicos y políticos, ofrecen datos y suministran  explicaciones sobre la  Iglesia católica y  otras iglesias cristianas. Nos dicen si subimos o bajamos en número y en influjo  en la sociedad. Desde esa perspectiva nada tengo que añadir. Y estrictamente  hablando, tampoco es mi mayor preocupación cuál será el futuro de lo que  llamamos “Iglesia”, aunque en ella he vivido y vivo, y me he acostumbrado a  pertenecer a la familia.
Lo que me interesa, y me alegra, es  que “Dios pase por este mundo”. Y la razón es sencilla. El mundo está  “gravemente enfermo”, decía Ellacuría, “enfermo de muerte”, dice Jean Ziegler.  Es decir, necesita salvación y sanación. Por ello, como creyente y como ser  humano, deseo que “Dios pase por este mundo”, pues ese paso siempre trae  salvación a las personas y al mundo en su conjunto. Tuvimos la dicha de sentir  ese paso de Dios con Medellín, con Monseñor Romero, con muchas comunidades  populares. Con muchas personas buenas, sencillas en su mayoría. Con una pléyade  de mártires. Y también, aunque eso solo se puede sentir “en un difícil acto de  fe”, como decía Ellacuría al explicar la salvación que trae el siervo sufriente  de Isaías, con el pueblo crucificado. 
¿Cómo estamos hoy? Sería cometer un  grave error caer en simplismos en cosas tan serias. Sería injusto no ver lo  bueno que, de muchas formas, existe en las iglesias. Y sería arrogante no  intentar descubrirlo, aunque a veces se esconda tras una corteza que no remite  con claridad a Jesús de Nazaret. En cualquier caso, el paso de “Dios” siempre  será misterio inescrutable, y sólo de puntillas y con máximo respeto a todos los  seres humanos podemos hablar sobre ello. Pero con todas estas cautelas algo se  puede decir. Mencionaremos las realidades de los fieles y sus comunidades, pero  tenemos en mente sobre todo a las instancias, altas en jerarquía, históricamente  muy responsables de lo que ocurre, y a las que no se puede pedir cuenta con  eficacia. Con sencillez doy mi visión personal.
De diversas formas abunda el  pentecostalismo, como forma de iglesia distante de los problemas reales de vida  y muerte de las mayorías, aunque trae ánimo y consuelo a los pobres, lo que no  es desdeñar cuando no tienen dónde agarrarse para que su vida tenga sentido  -distinta es la situación en clases más acomodadas. Prolifera un gran número de  movimientos, docenas de ellos, proliferan los medios de comunicación de las  iglesias, emisoras de radio y televisión, sumisos en exceso a ideales y normas  que provienen de curias, sin dar sensación de libertad para tomar ellos mismos  en sus manos un evangelio que anuncia la buena nueva para los pobres, en forma  de justicia, y sin sospechar la necesidad de un estudio, reflexivo, mínimamente  científico, de la  Palabra de Dios, y en  general de la teología que propició el Vaticano II y Medellín. Proliferan  devociones de todo tipo, las de antes y las de ahora. Jesús de Nazaret, el que  pasó haciendo el bien y murió crucificado, es dejado de lado con facilidad en  favor del niño Jesús, sea de Atocha, de Praga, el Dios niño, dicho con gran  respeto. Con facilidad se diluye el Jesús recio de Galilea, del Jordán, el  profeta de denuncias alrededor del templo de Jerusalén, en favor de devociones,  basadas en apariciones con un trasfondo sentimental y melifluo en exceso. Por  decirlo con sencillez, la divina providencia puede atraer más que el Padre de  Jesús, el Hijo que es Jesús de Nazaret, el Espíritu Santo, que es Señor y dador  de vida, y Padre de los pobres como se canta en el himno de Pentecostés.  
En su conjunto cuesta hoy encontrar  en la  Iglesia la libertad de  los hijos e hijas de Dios, la libertad ante el poder, que no por ser sagrado  deja de ser poder. Se nota excesiva obsecuencia y sumisión hacia todo lo que sea  jerarquía, lo que llega a convertirse en miedo paralizante. Desde las instancias  de poder eclesial apunta el triunfalismo, y lo que he llamado la pastoral de la  apoteosis, multitudinaria, mediática. En muchos seminarios el discurrir y pensar  es sustituido por el memorizar. En las reuniones del clero, por lo que sabemos,  las preguntas, la discusión y el debate son sustituidas por el silencio. Las  cartas pastorales de los años setenta y ochenta -verdadero orgullo de las  iglesias, que reverdecen en ocasiones, en Guatemala por ejemplo- son sustituidas  por breves mensajes, modosos y comedidos, con argumentos tomados de las últimas  encíclicas del papa. El centro institucional no parece estar ya en América  Latina, sino en la distante Roma. Todo esto está dicho con respeto.  
Cómo será el paso de Dios por  América Latina y con quién pasará está por ver, y en definitiva es cosa de Dios.  Pero es cosa nuestra anhelarlo, trabajar por ello, y aprender de cómo ocurrió en  el pasado alrededor de Medellín.
Bueno es saber y analizar los  vaivenes de la membresía y el influjo de las Iglesias en la sociedad. Por lo que  dicen los datos, en ambas cosas la Iglesia católica va a menos. Pero más  presentes hay que tener las raíces de cuya savia ha vivido el paso de Dios. Y  regarla humildemente, con aguas vivas. 
Qué le ocurrirá a nuestra iglesia, y  a todas las iglesias, está por ver. Mi deseo es que, ocurra lo que ocurra en lo  exterior, sea por ponerse al servicio del paso de Dios por este mundo, el Dios  de Jesús, compasivo, profeta y crucificado. Y el Dios dador de  esperanza.
Estas son preguntas que podemos  hacerlas siempre. Pero quizás es bueno hacerlas al comienzo de cuaresma. Este  tiempo nos exige reciedumbre para caminar a Jerusalén. Y nos ofrece esperanza de  encontrarnos allí con Jesús crucificado y resucitado. (Eclesalia  Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su  procedencia).

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