viernes, 24 de junio de 2011

Lo llaman democracia y no lo es


El movimiento 15M ha suscitado una virulenta reacción por parte de los medios de comunicación, respaldados por las declaraciones de numerosos políticos. No ha sido infrecuente escuchar que el 15M supone, literalmente, “un ataque a la democracia”, y que “la democracia es el mejor sistema que existe”. Por tanto, se intenta presentar a los indignados como enemigos de la democracia. Obsérvese que digo “la” democracia, es decir, con artículo determinado, como si la democracia fuera una sola y su única forma de realización fuera la que detentan hoy por hoy nuestros políticos.
Sin embargo, lejos de presentarse como enemigos de la democracia, los indignados del 15M reivindican precisamente democracia: una democracia mejor, una democracia más real, una democracia más profunda. Su objetivo es llevar la democracia a su máxima realización. Según el 15M, nuestro sistema democrático actual no es sino una forma concreta de poner en práctica la democracia: una, no la única. Y, desde luego, no la mejor. En consecuencia, hay otras y mejores formas de funcionar democráticamente.
Apoyo plenamente esta idea: padecemos un gravísimo déficit democrático. Es tópico ya decir que vivimos en una democracia “formal” pero no “real”, es decir: las reglas de juego parecen democráticas pero, en la realidad, las decisiones que se toman no lo son. Esta es la idea que refleja unos de los principales lemas del movimiento, cantando a coro por la multitud el 19 de junio ante las Cortes: “Lo llaman democracia y no lo es”. Es cierto: no lo es. ¿Por qué? (sigue...)


La democracia es un sistema de gobierno que se distingue de todos los demás por dos pilares fundamentales que la sostienen y fundamentan: la soberanía popular y la división de poderes. Ninguno de estos dos pilares se cumple adecuadamente en nuestros actuales sistemas de gobierno. Veamos con detenimiento cada uno de ellos.

La soberanía popular
El propio término “democracia”, como todo el mundo sabe, significa “gobierno del pueblo”. Dicho de otro modo, el poder reside en el pueblo, y es el pueblo soberano quien tiene la facultad para determinar las leyes por las que quiere regirse y elegir a las personas que desempeñen las tareas necesarias para llevarlas a cabo. La soberanía popular es la máxima expresión del autogobierno, es decir, de la consideración de los ciudadanos como personas adultas, con autonomía y capacidad para decidir con plena potestad sobre aquellas cuestiones que afectan al bien común (eso es la política: el arte de buscar y realizar el bien común). La soberanía popular, entendida en su esencia más genuina, se expresa a través de la democracia directa, como ocurría en Atenas, aquella primera democracia de la historia: los ciudadanos, presencialmente, se reunían en asamblea popular, todos tenían voz y voto, y cualquiera podía ser elegido para desempeñar las funciones de gobierno.
Sin embargo, esta democracia directa ha devenido, en nuestros días, en una democracia representativa: dado que en un estado como el español, por ejemplo, los ciudadanos se cuentan por decenas de millones, no es posible reunirse todos para hablar, debatir, votar o ser elegidos de manera directa. Esta es una cuestión exclusivamente práctica, y de ningún modo tiene justificación teórica como mejora o profundización democrática. Antes bien, la democracia representativa es un mal menor que hay que tolerar: dado que es inviable la democracia directa, no queda más remedio que aceptar la democracia representativa.
Ciertamente, la democracia representativa es preferible a cualquier otro sistema no democrático. Pero, en cuanto a la propia democracia se refiere, el sistema representativo adolece de serios problemas que pueden y deben ser corregidos.
El primero de ellos son las listas cerradas. Los ciudadanos no votan a personas, sino a partidos políticos, y quienes figuran en esas listas han sido nombrados por dicho partido. En consecuencia, los ciudadanos tenemos que aceptar en bloque a un conjunto de personas, nos gusten más o menos.
El segundo es el desigual valor de los votos. La ley de proporcionalidad que rige nuestro sistema democrático hace que el valor de los votos esté en función de los territorios y de los porcentajes de votación, de modo que no todos los votos cuentan lo mismo. Por eso hay partidos que, pese a tener cientos de miles de votos, no podrán acceder jamás a un escaño parlamentario.
Y tercero, y el más importante de todos, una vez alcanzado su escaño, esos representantes se olvidan de representarnos. Por mucho que se empeñen en decir que reflejan la voluntad popular, no es cierto. Evidentemente, están ahí porque la gente les ha votado. Pero una vez en elegidos, sus actuaciones dejan de seguir los intereses de los ciudadanos para plegarse a los intereses de partido, las ambiciones personales, los directrices de los mercados, los dictados de las instituciones internacionales, etc. Es decir: en la práctica, sus decisiones no representan la voluntad popular. A esto se le suele objetar que si a los ciudadanos no les gusta lo que hacen sus representantes, a los cuatro años pueden elegir otros en las urnas. Pero, ¿a esto se reduce la democracia? ¿A meter una papeleta en una urna cada cuatro años con la esperanza de que los que vengan lo hagan mejor? Ciertamente eso es democracia, pero es una democracia muy deficitaria, pobre, casi ridícula. 

Por eso, la reivindicación del movimiento 15M lo que está proponiendo de fondo es el paso a una democracia directa: una democracia donde el poder real recaiga lo más posible directamente en los ciudadanos, evitando hasta donde sea posible, esos intermediarios que son los actuales representantes. Así de simple: los ciudadanos son los que directamente detentan el poder soberano.
A esta propuesta se la suele ridiculizar tachándola de inviable, utópica, irreal. Pero no es así. Analicemos las dos principales objeciones que se le hacen.
1. Una objeción que suele hacerse es que los ciudadanos no tienen la información necesaria para tomar decisiones de gobierno. Esta es la nueva cara de un viejo prejuicio: la gente no está preparada, no sabe, y debe dejarse guiar por una élite de expertos políticos fajados durante largo tiempo en los entresijos del poder. Se sigue tratando a los ciudadanos como menores de edad carentes de autonomía para llevar las riendas de sus vidas. Esta objeción es fácilmente rebatible:
Esa clase dirigente que trata a los ciudadanos como analfabetos políticos no les duele en prenda dejar que la gente vote sin ninguna información. ¿Acaso no hace falta estar bien informado cuando se vota? Dirán entonces que ahí están los programas electorales, que los lean. Pero, ¿los programas electorales reflejan la realidad de las intenciones de un partido? Todo partido tiene un programa oculto. Los programas que salen a la luz tienen como función captar votos. Nada más. No es de extrañar que una de las peticiones de los indignados sea que los programas sean vinculantes, es decir, que se verifique su cumplimiento y que los políticos rindan cuenta de si han realizado o no lo que prometían.
Pero al margen de que a los políticos no les preocupa si la gente está informada o no cuando han de votar, no es cierto, en términos generales, ese analfabetismo que se le achaca a la gente. La gente no es tonta. La gente está cada vez más informada. La gente sabe lo que ocurre. La gente sabe de los trapicheos que se traen entre manos. Quizás no sepan los detalles, pero saben lo esencial: saben que los culpables de la crisis no la pagan, saben que ellos cargan con las culpas, saben que la pelea por los recursos marca la agenda de las intervenciones militares, saben que las empresas multinacionales fijan las líneas estratégicas de los gobiernos, saben que los partidos son castas cerradas y que entre ellos se llevan mucho mejor que lo que los medios nos quieren hacer creer. Saben esto y muchas cosas más. Repito: la gente no es tonta. Afortunadamente, vivimos en una época en la que las personas están mejor formadas y, a pesar de la manipulación de los medios de comunicación, hay maneras de obtener una información más crítica y veraz. En conclusión: los ciudadanos tienen información suficiente para tomar decisiones soberanas sobre los aspectos esenciales que les atañen.
Pero, y como último argumento, si llegara el caso de tener que afirmar que a la gente le falta información, ¡¡dádsela!! La clase política está interesada en mantener unos medios de comunicación dóciles, que ocultan o tergiversan la realidad. Eso lo sabe todo el mundo. No se puede objetar que a la gente le falta información para poner en práctica una democracia directa: no les falta, se la roban. Por es otra de las reivindicaciones es que haya una información transparente, objetiva, crítica. Se trata de socializar la información. Toda la información. ¿Qué quieren ocultar? ¿Por qué? ¿De qué tienen miedo? Mejoremos la información de los ciudadanos para capacitarlos aún más en su ejercicio de la soberanía popular. ¿Es una petición ilegítima? ¿Es antidemocrática? Al revés: eso es profundizar en la democracia para mejorarla.

2. La segunda objeción que se le hace a la democracia directa es que decenas de millones de ciudadanos no se pueden reunir para tomar las decisiones pertinentes. Es un problema, dicen, de espacio-tiempo: ni hay un espacio que albergue a tal cantidad de gente, ni hay tiempo para nos estemos reuniendo todo el rato. Cierto. Pero es que ya no es necesario.
En primer lugar, el espacio. Es prehistórico, en la era de las telecomunicaciones y las redes sociales, pensar que para reunirse hay que estar físicamente presentes todos en un mismo lugar. El espacio virtual es el auténtico foro del siglo XXI. No cabe duda que la red tiene sus deficiencias y peligros pero son subsanables. Realmente, no hay un impedimento serio para que los ciudadanos expresen sus opiniones, debatan, reflexiones y, finalmente, voten a través de la red. El ejemplar (y ocultado por los medios de comunicación) caso de Islandia demuestra que los ciudadanos pueden organizarse para realizar labores legislativas de alto calado. En concreto en Islandia están elaborando nada menos que su Constitución.
En segundo lugar, el tiempo. Ciertamente, y más con el ritmo de vida que esta sociedad impone, nos falta tiempo para estar constantemente debatiendo y votando miles de cuestiones. Pero ante esto cabe decir, primero, que hay que aprender a priorizar y que hay que dar más tiempo a las cosas que merecen la pena. A mí y a muchos no nos importaría sacar el tiempo de donde haga falta si de lo que se trata es de ejercer una ciudadanía plena y efectiva. Pero, además, es obvio que la participación ciudadana puede circunscribirse a los asuntos más importantes. Se pueden estipular de antemano todas aquellas cuestiones que se consideran de vital importancia para el bien común. Seguramente la mayoría de los ciudadanos encontrarán las ganas y el tiempo necesarios para participar en la toma de decisiones sobre las pensiones, el salario mínimo, la reforma laboral, las medidas de control sobre la especulación financiera, las subidas de impuestos, la privatización de la sanidad o la educación, la partida presupuestaria dedicada al gasto militar, las ayudas a los bancos, la reforma de la ley electoral, las medidas anticorrupción, las leyes hipotecarias, etc. etc. Todos estos grandes temas pueden y deben ser abordados por los ciudadanos. Eso es participar en política. Evidentemente, es voluntario, y quien no quiera hacerlo, no lo hará, pero la posibilidad ha de existir. Cómo articular la participación masiva de los ciudadanos es ya una cuestión técnica que, si hay voluntad política, se puede solucionar con eficacia. Sin duda. ¿Entonces ya no hace falta representantes políticos? En sentido estricto, no. Harán falta personas dedicadas a plantear los temas, a recoger y devolver la información, a organizar los debates, a tomar nota de las decisiones, etc. Son las tareas propias de toda asamblea, da igual que la formen 500 personas que la formen 30 millones. Dichas personas no son representantes, sino gestores de la voluntad popular, porque, repito, la reflexión y la decisión es de los ciudadanos. No obstante, y sobre todo para los temas de menor calado, las decisiones del día a día, puede haber “representantes” elegidos para tomar esas decisiones, pero siempre bajo la supervisión y la aprobación de una norma superior que se hayan dado los ciudadanos a sí mismos. Esto es posible. Sólo hace falta querer hacerlo.

En conclusión, el movimiento 15M reivindica una ciudadanía informada y crítica, una ciudadanía implicada y comprometida, una ciudadanía que decida directamente. Y, precisamente porque esto, hoy por hoy, es posible, a la clase dirigente le da miedo. Temen que la democracia (formal) sea de verdad una democracia real.

La división de poderes
Fueron los pensadores de la Ilustración que alumbraron la Revolución Francesa los que afirmaron que el poder debía repartirse en tres, ejecutivo, legislativo y judicial. Dicha división no respondía a una inquietud práctica, es decir, repartirse las tareas para que las cosas funcionaran con mayor eficacia. El objetivo de la división de poderes era asegurar que nadie volviera a hacer con el poder absoluto. En aquella época, las monarquías absolutas hacían que todo el poder, sin merma ni fisura, recayera exclusivamente sobre una persona, el rey. Esto daba lugar a que el poder se manejara de manera despótica, caprichosa o loca. Ya la idea de soberanía popular era incompatible con la figura de un rey, pero de nada serviría que el poder residiera en el pueblo si éste a su vez llegaba a ser gobernado por una persona que acumulara en sus manos todo el poder. La mejor manera de garantizar que el poder seguía residiendo en el pueblo era garantizar una división del poder donde cada una de sus tres partes fuera independiente. Se trataba, repito, de evitar que el poder del pueblo fuera detentado por alguien que, al tener el poder absoluto, pudiera actuar en contra, precisamente, del bien del pueblo.
Hoy vivimos en una época en que la división de poderes es meramente formal. Y no lo digo porque el legislativo (el parlamento) esté secuestrado por la disciplina de partido, o el ejecutivo intente controlar a los jueces, o éstos se politicen en exceso. Estos son problemas importantes, pero nimios si se comparan con el verdadero problema: que los tres poderes, en realidad, ya no son poderes. Es el conjunto de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial el que ha sido secuestrado por el verdadero poder: el económico.
 
Suele llamarse cuarto poder a los medios de comunicación, y no discuto que así es. Pero hay un quinto poder que, de hecho, es el único que lo gobierna todo: la dictadura del capitalismo neoliberal. Son las reglas de los mercados, los intereses de las grandes multinacionales, las directrices del BM o del FMI quienes arcan la agenda de la política. Esto lo sabe todo el mundo. Y, sentado esto, es totalmente anecdótico que el poder político se subdivida en tres, en seis o en veinticuatro. Da igual en cuanto se divida, porque no hay nada que dividir. Solo hay un poder y es el económico. No exagero nada. Ayer mismo en el parlamento, intentando hacerse eco de las protestas de la gente, los parlamentarios discutían sobre el influjo de la economía en la política. Y un prestigioso diputado (que no menciono para no “hacer política”) aseguró literalmente: “Los ciudadanos lo que nos demandan es que la política vuelva a ser política y deje de estar sometida a la economía”. Claro, ¿verdad?
Pues bien: en una situación donde el poder político (por muy dividido que esté nominalmente en ejecutivo, legislativo y judicial) está sometido a los dictados del poder económico, no hay democracia. El poder no reside en la soberanía popular, y aunque ésta se manifieste en la elección de unos representantes, todo es un escenario de cartón-piedra. Se puede decir que vivimos en una democracia, pero no es cierto, porque los políticos no están en absoluto en disposición de marcar las normas del juego. Las auténticas “leyes” las hacen otros en la sombra, y los políticos tan solo se amoldan a lo que les va dictando el poder económico. Si los ilustrados del siglo XVIII temían que volviera el absolutismo del rey, ahora estamos en una situación donde gobierna el absolutismo del dios mercado.
Por eso, la reivindicación de un sometimiento de la economía a la política supone una profundización radical en la genuina democracia. Y eso asusta. Asusta a los que detentan el poder económico, que dan consignas a sus marionetas políticas para desactivar la protesta mientras imponen medidas restrictivas que expolian a las clases medias y bajas. Esto es una dictadura pura y dura, la peor de las dictaduras, porque el rostro del dictador se esconde y difumina bajo siglas de empresas, bancos y organismos internacionales.
Restar ese poder a la economía, devolver el poder al pueblo, es el grito de la gente, es el clamor de aquellos que quieren una verdadera democracia, porque a ésta la llaman democracia, pero no lo es.

José Luis Quirós



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