martes, 22 de marzo de 2011

Nadie tiene la patente del bien

En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús:
- Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.
Jesús respondió:
- No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro.

De las muchas acepciones de la palabra patente, la más habitual es aquella que se refiere al hecho de registrar algo como propiedad privada, con el fin de recibir en exclusiva los beneficios que ese algo pudiera reportar. Dicho con otras palabras, tener una patente es como decir: “esto es mío y sólo mío, y soy yo quien se va a beneficiar de ello” (sigue...)
No se trata ahora de discutir el derecho de propiedad privada y las ventajas e inconvenientes que este derecho pueda presentar. Más bien se trata de examinar si cualquier cosa es susceptible de ser convertida en algo de propiedad privada, incluso los valores más fundamentales. Hoy en día es posible patentar hasta las ideas. ¿Se puede hacer lo mismo con los valores? Yo creo que nadie puede acudir a una oficina a patentar la justicia, la valentía, la ternura, el respeto o la alegría. Sería absurdo… Y digo esto porque, a pesar de que legalmente no se pueda, las personas nos hemos empeñado en tener la patente de determinados valores, especialmente aquel que los reúne y fundamenta a todos: el bien.
Por increíble que parezca, los seres humanos, sobre todo si estamos en grupo, presentamos una tendencia irrefrenable a creer que sólo se puede calificar de “bueno” el comportamiento de nuestro grupo, y tildamos a todos los demás de enemigos portadores del mal. Según esta lógica, nosotros sabemos perfectamente qué es lo que está bien y lo que está mal, más aún, los únicos que verdaderamente queremos que el bien se extienda y triunfe, por lo cual todos los demás están equivocados y deberían rectificar y unirse a nosotros.
Nada nuevo. Este tipo de comportamiento es tan antiguo como el mundo y ya Jesús nos advertía contra ello en el Evangelio. Un día se le acercaron los discípulos para obtener de Jesús la autoridad necesaria que les permitiera parar los pies a unos que andaban por ahí haciendo el bien. ¿Qué desean los discípulos? Los discípulos querrían que quienes hacen el bien, se unan y se sometan a su grupo, porque se creen con la patente del bien y sólo ellos pueden explotar la “marca registrada”. O mejor aún: lo que quieren en realidad es que nadie más que ellos haga el bien, para así llevarse todas las alabanzas y méritos, siendo así los únicos en sacar beneficio de su patente. Para Jesús, en cambio, quien hace el bien da igual cómo se llame, a qué grupo pertenezca o cómo se identifique: lo importante es que hace el bien. Y, desde luego, Jesús no está dispuesto a que a dichas personas se les impida obrar el bien, ya que cuántos más actúen de ese modo, más se extenderá el reino del amor de Dios a todas las personas. Por eso, lejos de acceder a sus deseos, Jesús les reprende haciéndoles caer en la cuenta de que el bien no es propiedad de nadie, y que quien lo realiza no está obligado a llevar ninguna etiqueta identificativa, ni siquiera la de seguidor suyo.
A pesar de la antigüedad del Evangelio y de haberlo escuchado decenas de veces, seguimos empeñándonos en creernos poseedores de la patente del bien. Y lo hacemos de múltiples formas.
Cuando nosotros, los europeos blancos de cultura occidental, observamos a los miembros de otras culturas, con frecuencia sólo vemos lo negativo, lo más criticable, y no aceptamos todos los buenos valores que poseen y todo el bien que dichas personas son capaces de hacer, y de hecho hacen cotidianamente. Cuando nosotros, cristianos evangelizadores del mundo entero, nos topamos con las otras religiones, que conviven ya en nuestro propio país, en nuestra misma ciudad, nos esforzamos por decir que el bien que hacen, en el fondo, lo hacen porque son cristianos aunque no lo sepan, y en cuanto podemos intentamos convencerles para que se conviertan a la verdadera fe, es decir, que se pongan nuestra etiqueta identificativa. Cuando nosotros, católicos comprometidos con un movimiento de iglesia, vemos a otros católicos que están en grupos diferentes al nuestro, en seguida los descalificamos como “progres” inmorales, o como reaccionarios fundamentalistas, o con cualquier otro tipo de etiquetas. Cuando nosotros, miembros del partido político tal o cual, escuchamos las palabras del partido contrario o analizamos sus actuaciones políticas, parece que sólo vemos a la encarnación del mal, y aunque estuvieran haciendo algo bien, nos gustaría hacer lo posible por impedírselo y gobernar nosotros.
No es necesario multiplicar los ejemplos. Como siempre, cada uno puede añadir muchos más a poco que se detenga a pensar. Lo importante es captar el mensaje: no nos creamos en posesión exclusiva del bien; no intentemos obligar a los demás a que sean “de los nuestros”; no impidamos a las personas, sean como sean y de donde sean, obrar el bien. Al contrario: colaboremos unos con otros en el objetivo común de lograr que en el mundo entero haya más amor, más justicia y más paz: ¡todos juntos, sin marcas registradas, sin etiquetas, sin patentes!
Por cierto: otra de las acepciones de la palabra patente es el permiso de piratería que un estado concedía a un sujeto para robar y matar al enemigo. ¿No querrá decir esto que pretender tener la patente del bien degenera en hacer el mal? Probablemente.

                                                                                                                               José Luis Quirós

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