En la revista “Padres” (nº 59, junio 2011) aparece un artículo de Juan Manuel de Prada que lleva por título “Elección de centro”. En dicho artículo el autor alude a la promesa de Esperanza Aguirre de que los padres podrán elegir libremente el centro escolar para sus hijos. Pese a alabar la propuesta, Juan Manuel de Prada dice textualmente: como tantas medidas loables impulsadas en nuestra época adolece de un defecto: ataca el mal en sus consecuencias, sin atreverse a cuestionar sus causas. A nadie se le escapa que los colegios más solicitados por los padres son los concertados; esto es un hecho incuestionable, consecuencia del deterioro de la educación pública.
Si nos fijamos en la frase, Prada asegura que hay un mal de raíz que está en el origen de los problemas, e identifica claramente ese mal: el deterioro de la educación pública. Llegados a este punto cabría esperar que Prada, en coherencia con lo dicho, defendiera una renovación de la educación pública, para que ésta fuera una escuela de calidad. Sin embargo, tras afirmar que este es el problema de fondo, resulta que en el resto del artículo se centra en defender que los colegios concertados han de ser para las familias católicas, controlando al máximo el acceso a ellos para quienes no demuestren su catolicismo. Hay, pues, dos temas de gran calado que me gustaría abordar (sigue...)
El primero de ellos es el desinterés por reivindicar una escuela pública de calidad. Seguramente habría que matizar muy mucho que la escuela pública está deteriorada: hay colegios públicos de una calidad extraordinaria y que realizan una labor encomiable. Al contrario, hay colegios concertados y privados, de dudosa calidad. Pero, admitamos, al menos en teoría, que la educación pública se está deteriorando. Si esto es lo que se cree, ¿por qué no se pide que sea mejorada? ¿Es que acaso no nos importa nada el futuro de la pública? ¿Es que, en el fondo, casi se prefiere que desaparezca? Me consta que hay personas interesadas en que la escuela pública siga empeorando, con el fin de reivindicar el papel de la concertada e, incluso, con el propósito de que la educación pública deje de existir para pasar exclusivamente al ámbito privado. Creo que es un error histórico de terribles consecuencias.
Defender la escuela pública debe ser una tarea de todos los ciudadanos, independientemente de su credo religioso. Un cristiano debería tener sumo interés en promover una enseñanza pública de calidad. En primer lugar, porque la enseñanza pública ha sido el medio más adecuado que se ha encontrado para garantizar el derecho a una educación universal y gratuita. Sin duda no es el único modo, pero no creo que sea prescindible. Es una cuestión de defensa de un derecho humano básico. De no existir la enseñanza pública, tengo serias dudas de que dicho derecho fuera verdaderamente garantizado. En segundo lugar, porque hay muchas familias que quieren una escuela pública y no desean que sus hijos vayan a la concertada. Y este deseo de esos padres debe ser tan respetado como el de aquellos padres que lo que quieren es precisamente que sus hijos vayan a la concertada. Si defendemos que los padres han de tener libertad de elección, amabas elecciones tienen que ser igualmente buenas. ¿O es que queremos lo bueno para nosotros y lo malo para los demás? Y por último, defender la escuela pública es un modo de comprometerse en la construcción de una sociedad mejor. Dado que son muchos los alumnos que pasan por ella, y que ellos son los ciudadanos del mañana, a todos nos interesa que tengan una formación adecuada, tanto académica como en valores. En conclusión: los católicos no nos podemos desentender de la escuela pública; antes bien, por justicia y por criterio evangélico, debemos implicarnos en su defensa para que en verdad sea una educación de calidad que repercuta en el bien común.
La segunda cuestión se refiere a lo que en el fondo le preocupa a Prada: Sospecho que la abolición del criterio de proximidad geográfica acrecentará aún más el porcentaje de padres no católicos o católicos “sui generis”, que soliciten la admisión de sus hijos en escuelas concertadas católicas. Según él, la misión de una escuela católica es la de formar verdaderos católicos, con lo cual, los centros concertados católicos deberían disponer de algún tipo de criterio para discernir qué familias son verdaderamente católicas para así poder acceder a esos colegios.
El primer problema que me plantea esta postura es de orden meramente práctico: ¿vamos a hacer un examen a las familias para medir su grado de catolicidad? ¿Qué tipo de examen podría ser éste? ¿O vamos a evaluar su vida moral, o su asistencia a la misa dominical, o sus aportaciones a la bandeja? ¿Qué hacemos en casos de empate o nota muy parecida? Si seguimos haciendo preguntas, vemos que esto raya en el absurdo.
Pero, aparte de la dificultad de medir hasta qué punto una familia es católica, me pregunto si es evangélico hacerlo. Porque, en el fondo, la idea es ésta: si eres buen católico, tienes derecho a una educación de calidad (la concertada católica) y si no eres buen católico estás condenado a una educación inferior (la deteriorada y olvidada escuela pública). ¡Es terrible! Es una manera sutil pero precisa de decir que nosotros somos los buenos, y por tanto merecemos lo mejor, y los demás son los malos y, en consecuencia, deben conformarse con las migajas. Se me agolpan en la mente multitud de pasajes evangélicos que están radicalmente en contra de semejante manera de pensar.
Avanzando un poco más: ¿la idea es convertirnos en un gueto? Prada asegura que la escuela concertada no puede convertirse en una educación para una élite de familias que envían allí a sus hijos porque la formación académica y la disciplina les parecen mejores. Y estoy de acuerdo en eso. Pero, con su argumentación posterior lo que hace es crear un gueto de católicos de pedigrí, con lo cual el resultado es el mismo: se crea una élite pero aún más reducida, es decir, una élite católica. Semejante idea, la de una élite católica rectora de la sociedad, me parece tremenda, me retrotrae a siglos anteriores y me asusta. Sé que esta idea es muy del gusto de buena parte de la jerarquía eclesiástica, pero a mí, personalmente, me rechina, y, además, me consta que entre las órdenes religiosas hay posturas contrarias a esto. No creo que esta idea de gueto-élite católica sea la postura predominante en FERE.
Pero sigamos: ¿los no católicos no pueden acceder a las escuelas católicas? La respuesta fácil es que no: si no son católicos es absurdo que elijan una educación católica para sus hijos. Es hipócrita o incoherente. Pero, repito, esa es la respuesta fácil. Yo concibo la escuela católica como un lugar de misión, en concreto de misión evangelizadora. Por tanto, la educación es un medio para llegar a todas las personas (recordamos que catolicidad equivale a universalidad) y ofrecerles el mensaje de Jesús, en esta ocasión a través de la tarea educativa. Una de las cosas que más me gustan de mi colegio (católico concertado regido por una orden religiosa) es que el primer objetivo es formar personas con valores, personas donde lo humano esté profundamente trabajado y conseguido, para construir sobre eso la propuesta del evangelio. Educar bien ya es evangelizar. Y todas las personas, sean católicas o no, merecen tener la oportunidad de una buena educación. Pero, más aún, además de educar bien, si alguien tiene necesidad de recibir el mensaje de Jesús es precisamente aquella persona que no lo conoce o está alejada de él. Doy gracias a mi colegio porque no examina a nadie de su grado de catolicismo, se abre a todos e intenta llevar el mensaje del evangelio tan lejos como le sea posible. Lo contrario no sólo no me parecería católico sino anticristiano.
Quisiera ya terminar diciendo que ideas como las que defiende Prada en su artículo no contribuyen para nada a acercar posturas y buscar soluciones. Al contrario: son ideas que enfrentan, ideas que dividen, ideas que generan crispación y recelos mutuos. Con semejantes propuestas no se construye una sociedad fraterna, ni solidaria, ni justa. No atisbo ni un solo soplo evangélico en sus argumentos.
José Luis Quirós
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